La izquierda federal
Al escéptico le espantan las obsesiones colectivas, sobre todo las obsesiones colectivas ancladas en símbolos, patrimonios míticos y pasados melancólicamente perdidos. En la puerta de casa acabo de encontrar una ocasión más para mi propia melancolía, porque estos días los 200.000 habitantes de Terrassa están convocados a votar en un referéndum por la independencia, como ha sucedido ya en muchas ciudades y pueblos catalanes. Al pasar por delante de la mesa informativa -instalada delante del instituto, lógicamente- he pensado en la primera frase de este artículo. CiU ha coqueteado políticamente con esas convocatorias proindependentistas y el PSC ha estado más callado que locuaz ante ellas por incapacidad política de respuesta concertada en un sentido o en el contrario. La oportunidad de la convocatoria, además, ha aumentado sin querer gracias al regreso de don Pelayo disfrazado de un Aznar hirsuto y mecánico en defensa del centralismo frente al dispendio disoluto de las nacionalidades. La Vanguardia y el nuevo diario Ara en Cataluña han respondido de inmediato y con alarma justificadísima: era lo esperable. El PSOE ha titubeado, y ha seguido a rebufo y en voz baja esas llamadas a corregir la diabólica insaciabilidad de los nacionalismos periféricos.
Aplazar el proyecto federal perpetuaría las razones políticas de la pujanza nacionalista
El PSOE puede liderar un discurso federal para una izquierda renovada
El enfoque de un ciudadano muy dañado por sus propias obsesiones pero calamitosamente insensible a las colectivas, tiene otro tono. Como contaba Javier Cercas hace unos días, el PSC ha sido cautivo del nacionalismo catalán desde los primeros Gobiernos democráticos: el catalanismo fue bandera redentora y promesa de futuro en los años del franquismo y en la primerísima democracia. Después, ya no supieron salir de esa encerrona. Llevarían indefinidamente las de perder si seguían pugnando en el terreno nacionalista, y todo se complicó con lo que casi nadie podía esperar: el descrédito o la pura disolución ideológica de la socialdemocracia tras la caída del Muro y en plena fase de capitalismo salvaje, expansivo, triunfador. Para higiénica irritación de Tony Judt, la socialdemocracia hay que volver a mimarla: ha acabado culturalmente asociada a una suerte de papilla de enfermo, de dieta blanda, que a nadie daña ni contra nadie va. Carece de capacidad de arrastre, ha perdido fuerza de persuasión y convicción, no es vanguardia de nada porque parece de generación espontánea.
Sin embargo, esa misma socialdemocracia encarnada en el PSOE y el PSC rehabilitó hace siete u ocho años una noción política, junto con el republicanismo de Philip Pettit, que pareció cobrar la entidad que otros argumentos ya no tenían: el federalismo apareció como proyecto renovado y fresco, casi como la ló
-gica maduración plena en el siglo XXI de un clásico amortizado ya en el siglo XX.
El Estado de las autonomías podía ser ese clásico joven, dar un paso más y dejar de ser un sistema de tira y afloja condenado al abuso intermitente del centro o las periferias, en un crónico juego de movimientos retadores o chantajistas, para convertirse en una decisión compacta, de Estado, en torno a la evidentísima diversidad social, cultural, industrial y sentimental de la ciudadanía. La España plural empezó muy pronto a ser el sintagma fetiche, vino después la condenada trampa del Estatuto a instancias de la demanda del PP ante el Tribunal Constitucional y se disolvió esa noción difusa de lo federal como si careciese de sentido -o fuese un error- concebir un federalismo seguro de sí mismo, desacomplejado e imaginativo.
Me pregunto desde la izquierda no nacionalista si la rehabilitación de ese federalismo como eje ideológico de un proyecto político de futuro no sería una salida estimulante para una izquierda (no solo socialista) desdibujada, errante o maniatada. La expectativa federal ha estado intermitente y tímidamente en boca de la izquierda desde hace muchos años, pero nunca se ha presentado con firmeza y convicción como cumplimiento final del largo despliegue del Estado autonómico. Me pregunto si las ventajas del federalismo, como idea motor y eje político cohesionador, no serían mucho mayores que el espanto que todavía pudiera despertar en los sectores peor educados civil y políticamente de la sociedad española. El coraje federalista de Zapatero se desdibujó muy temprano para quedar a merced de la galopante renacionalización españolista que encarnan el triunvirato don Pelayo, Aznar y Aguirre. El potencial vitamínico del federalismo quizá recobraría para el proyecto socialista a un amplio sector de la izquierda en Cataluña, desmotivado y ajeno al discurso monocordemente nacionalista (a izquierda y derecha). Pero podría ayudar también a la izquierda española a entender mejor, de una vez, esa pluralidad demasiadas veces sofocada con torpeza o invocada demasiadas veces solo retóricamente. El PSOE es el partido que desde cualquier punto de vista debería liderar un proyecto de España federal, por mucho que nadie tenga hoy la fórmula técnica y específica que adoptaría esa culminación federal de lo que es ya una forma atípica de federalismo. Pero presumiblemente podría neutralizar las tiranteces calculadas y a menudo magnificadas entre Estado y autonomías, que nacen en gran medida de esa falta de concreción federal (lo advirtió hace más de medio siglo Josep Ferrater Mora, cuando no había ni siquiera democracia).
Desde la perspectiva catalana, además, el empuje federalista con matriz PSOE podría desatascar eficazmente el cortocircuito insoluble que Cercas describía en su artículo. El PSC reencontraría un aliado seguro con un PSOE indisimuladamente federalista, y esa clave permitiría redirigir la propuesta ideológica del PSC lejos del debate nacionalista o identitario, con voluntad de fortalecer un proyecto político sin el cepo de la identidad nacional y sin invertir energías en un terreno de discusión que solo fortalece y carga de razón al nacionalismo vindicativo. El PSC ya está fuera del poder; el PSOE todavía no: el año y pico que falta para las elecciones generales es muy poco tiempo para dotar de convicción a lo que ha sido demasiadas veces un expediente retórico de urgencia. Pero arruinar (o aplazar indefinidamente) el proyecto federal quizá sea también perpetuar las razones políticas de la pujanza nacionalista. O peor aún, renunciar al horizonte federal puede seguir restando capital político a una socialdemocracia ya muy debilitada ideológicamente. Frente a la derecha más rancia y siempre tan popular, el contradiscurso federal contiene combustible para movilizar a una izquierda renovada, no solo socialista, y de paso haría inoperantes buena parte de los argumentos de los partidos nacionalistas.
Jordi Gracia es catedrático de Literatura Española en la Universidad de Barcelona.
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