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Columna
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Lo desconocido

Para acordarnos pulsamos el botón de la memoria: si la cinta está en blanco o nos equivocamos al seleccionar la imagen, adiós al recuerdo. Nosotros grabamos la escena; hemos elegido conservar un viaje o una discusión o hemos descubierto que se nos guardaron sin más, y con los años pulsamos y de nuevo unas ruinas o gritos a quienes nos acompañaron. Retrocedemos, avanzamos, nos detenemos y comenzamos otra vez: lo vivimos ahora, lo recordamos porque lo vivimos entonces. Sin embargo, ¿podemos echar en falta algo sin primera persona, algo que conocemos gracias a las experiencias de los demás?

El título de la muy recomendable exposición que Daniel Silvo presenta en estos días en la Galería Marta Cervera, Nostalgias ajenas, actuó como hipervínculo. Silvo alcanza más lejos, tensa el hilo entre la estética y la política, pero yo me empeñé en pronunciar Lada igual que Rosebud, y de ese título salté a mis propias nostalgias -si es posible- de los recuerdos de los demás: aunque no nos fotografiáramos nunca ante el World Trade Center, aunque jamás hayamos pisado Nueva York, cuando una película nos muestra su skyline echamos de menos las Torres Gemelas, identificamos el hueco de los dos edificios. O el scalextric de Atocha: alguien llamará recuerdo a algo que para mí es fotografía, simple mención en reportajes, y sin embargo en ocasiones, al llegar a la estación, me pregunto por ese mismo paisaje 30 años atrás, dónde iría cada qué. Y pensé en dos noticias que leí durante la semana en estas páginas, y que me provocaron la añoranza de un edificio y una rutina que yo desconocía, y también la añoranza de algo para mí nuevo, que todavía se mantiene, pero cuyas circunstancias le imponen la etiqueta del peligro de extinción.

¿Podemos echar en falta algo que conocemos gracias a las experiencias de los demás?

Al ladrillo rojo de la Casa Tuduri, un edificio casi centenario en las cocheras de Metro de Madrid, hoy se le llama escombro: en un almacén las sillas de la peluquería para los empleados, en la basura el almanaque que marcaba los días en esa planta baja. La crónica nos trasporta a una época de precios populares para los trabajadores, de cortes en secreto a los tenderos del antiguo mercado, y nos desvela que el encargado solicitó a los responsables del metro un préstamo para levantar el negocio en plena crisis -otra, tiempo ha-, remitiéndose a una curiosa garantía: sus siete secadores y la honestidad de casi 40 años de afeitados. Rebobinen hasta la nostalgia de los protagonistas y desplácense hasta la suya propia: ¿quién se atrevería hoy a pedir un favor mostrando como garantía única su honestidad y su esfuerzo? ¿Qué significan hoy esas palabras, aparte de cartón piedra, qué valen el sudor y la tenacidad? Suenan muy antiguos: igual que el espacio de la peluquería derribada, igual que los modales entre navajas y espuma.

Suenan a época de casas bajas en grandes ciudades, de dos plantas como mucho, con pequeño jardín y vecinos amables: suena a casas bajas como las que resisten en Fuencarral B, golosas para abandonar los mapas y zambullirse en esa historia en la que han inscrito a la peluquería. No se trata de alquileres ni de contratos, sino del milagro de empadronarse con otros tantos millones de habitantes y guardar en el bolsillo la llave de una casa baja -lo he dicho- con rosales y espacio, de las que incluso empiezan a destruir en ciudades medianas, porque el bloque y el ascensor rentan más. Imagino que en una de esas casas bajas habría organizado reuniones de amigos ese peluquero de Cuatro Caminos, o uno de sus oficiales; y me digo que en esas ocho casas -que aguantan carros, carretas y cartas del IVIMA- en la zona con la que enlazará el Paseo de la Castellana resisten quienes se apellidarían Privilegiados, pero que al fin y al cabo disfrutan de todo aquello que deberíamos reclamar: no un suelo que es el techo de otro, sino un pedazo de tierra, aunque sea en alquiler.

Lo desconocía hasta el sábado, pero echo de menos la honestidad del peluquero de Cuatro Caminos, la utopía de su tesón y la casi fábula de los siete secadores, y lo desconocía hasta el lunes, pero añoro ese cielo de Madrid que cubre las casas de Fuencarral B, y esa vista que mezcla nubes con rascacielos con antenas de los hermanos gigantes que las rodean y con las horas contadas que le marca el reloj del urbanismo descompasado. No había reparado en ninguna de esas historias, apenas me pertenecieron más allá del rato de lectura, pero las he echado de menos, he sentido nostalgia por lo desconocido y por lo de otros, he conducido un tren y he bajado para hablar con los compañeros en Cuatro Caminos, he paseado por el barrio y he cenado al aire libre, y he echado de menos, he echado en falta, tanto no mío, pero sí en cierto modo.

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