¿Qué les pasó a nuestros abuelos en la guerra?
Cuando terminaba el siglo XX, todo el mundo hablaba de crisis de la historia. Algunos la daban por terminal y anunciaban su fin: el fin de la historia. Otros, menos dramáticamente, proponían giros y retornos, o hablaban de la irrupción de una nueva historia: turn y new eran las consignas. Lo viejo, lo que estaba en crisis, era la historia como ciencia de la sociedad, de sus estructuras, y de los grandes procesos sociales, de sus cambios. Estructura y cambio, desentrañarlos permitía vislumbrar el futuro: la historia como ciencia del pasado que servía como instrumento de transformación del presente.
Cuando esa idea de historia se desvaneció, las estructuras cedieron terreno ante las tramas de significado y los procesos de cambio dejaron paso a la construcción de identidades colectivas; la sociedad fue sustituida por la cultura: género, edad, etnicidad, exclusión, pueblos colonizados, naciones sin Estado. Se comenzó a hablar de una nueva historia cultural, identificada con una memoria social. Muy pronto, el borrado de la distancia entre objetividad y subjetividad, historia y poesía, se tradujo en un permanente flujo entre historia, antropología, literatura, memoria, cultura en fin, a la espera de liquidar la diferencia entre historia y ficción, como en el siglo XIX, cuando la historia aún no había reivindicado un estatuto científico.
La mirada de una nueva generación de historiadores se volcó sobre lo más inmediato
Aquí hemos vivido estos procesos de manera muy singular. Herederos del gran relato del fracaso de España, la consolidación de la democracia y la entrada en Europa indujeron a repensar la historia en otros términos, como una variante de la historia europea. Los historiadores económicos fueron los primeros en verlo; luego, su mirada contaminó a la historia social y política e inundó la historia de la cultura entendida como historia de productos culturales. Vista en un tiempo largo, la historia de España era, con sus variantes, parte de la historia de Europa: tal fue el marco en que la generación ahora superviviente comenzó a repensar el pasado y escribir la historia de la economía, la sociedad, la política, la cultura -así, por niveles- españolas.
Fue un tiempo en que sociología, ciencia política e historia establecieron relaciones de buena vecindad para documentar e interpretar los grandes procesos de que éramos testigos: fin de la agricultura tradicional, industrialización, urbanización, auge de la clase media, educación universal, secularización, democratización, ciudadanía, Estado de derecho, autonomías, incorporación a Europa. Esos eran los datos de la experiencia, lo que estaba ocurriendo, pero ¿de dónde venía todo eso? ¿eran los nuestros unos relatos de consolación para ocultar nuestro verdadero origen, la esperanza de la República, la rebelión militar, la Guerra Civil, la derrota, la feroz represión? Franco y la dictadura ¿eran sólo un paréntesis?
Si se miraban las macromagnitudes que los historiadores económicos nos proporcionaban, eso parecía un paréntesis que interrumpió un largo tiempo de crecimiento, lento, sí, pero sostenido: la reconstrucción de las series históricas del PIB, de las transformaciones agrarias, de la industrialización, obligaban a pensar que los orígenes y el ritmo de nuestros procesos de modernización eran más similares a los de la media europea de lo que había supuesto el paradigma del fracaso. Y si se echaba una mirada a la cultura, era evidente que la densidad alcanzada en el primer tercio de nuestro siglo no envidiaba lo ocurrido en Francia o Inglaterra. Era difícil para un historiador de la sociedad o de la política no deslizarse por la rampa que le proponían los de la economía y de la cultura: la Guerra Civil, Franco, la dictadura no eran la continuación de la historia de España, eran su gran anomalía.
Este podría ser el estado de espíritu que dominaba al embocar la última década del siglo: una anomalía que por fortuna había quedado superada: ya éramos modernos, europeos, lo cual quería decir: la Guerra Civil y Franco son el pasado. Pero por serlo, también aquí empezó a hacer de las suyas la crisis de la historia como análisis de estructuras y de procesos de cambio, para poner en su lugar una historia empeñada en la construcción de identidades, en la recuperación de lo local; interés por lo cercano, por lo que había ocurrido a los míos, a mi gente. Y en ese clima, era lógico que la historia que nos conducía a Europa cediera ante la historia que nos llevaba a nuestros pueblos. La pregunta qué ha pasado aquí, a nuestros vecinos, a nuestros abuelos, sustituyó a la pregunta qué ha pasado en la sociedad, en el Estado, en la cultura, en España.
Y fue en este proceso donde adquirió el estatuto de nuevo programa de trabajo la búsqueda de las raíces culturales, de las identidades colectivas, nacionales o no. Con el proceso de consolidación de las autonomías, de la expansión universitaria y del fin de los movimientos migratorios internos, la mirada de una nueva generación de historiadores se volcó sobre lo más inmediato en el espacio y lo más cercano en el tiempo. En el movimiento de construcción de identidades, o de recuperación de memoria, la pregunta fue: ¿qué les pasó a mis abuelos en la guerra? Para responder, había que regresar a los pueblos, de donde los padres habían emigrado, y preguntar a los viejos. La memoria saltó a primer plano.
Es impresionante lo que la historiografía andaluza, catalana, valenciana, gallega, manchega, vasca... ha producido durante la última década sobre los años de República, de Guerra Civil y de represión de posguerra en cada una de nuestras comarcas, regiones o naciones. Pero la cuestión ya no es el lugar que guerra y dictadura ocupan en la formación de la sociedad o en el proceso histórico mirado a largo plazo. La cuestión es traer el pasado al presente con el propósito de que valores que en otro tiempo guiaron a los excluidos, los derrotados y pisoteados por la historia, resignificados por la memoria social, sirvan como herramienta para la construcción de nuevas identidades colectivas, nacionales o no.
Nada de qué sorprenderse. La historia como militancia, tan en boga en los años sesenta y setenta, pretendía que conocer el pasado era un instrumento de transformación del mundo. Eso se acabó cuando la carga profética de los relatos históricos hizo agua. Pero algo hay en la pasión por el pasado que resucita una y otra vez esa pretensión y, puesto que la capacidad subversiva de la historia sucumbe, su lugar debe ocuparlo la memoria. Es lo que defienden los que practican la historia como parcela de la memoria cultural de los pueblos: recuperar la capacidad de subversión del orden establecido por la afirmación ritualizada de que el pasado no pase. En el pasado, no en el futuro, es donde radicaría la fuerza de la negación del presente. Puede sonar a fantasía reaccionaria, a oclusión de futuro, pero ¿quién sabe?
Santos Juliá (Ferrol, 1940) ha publicado en los últimos meses la recopilación de ensayos Hoy no es ayer. Ensayos sobre la España del siglo XX (RBA).
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