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Columna
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La extensión de la inocencia

Para qué vamos a engañarnos. La crisis económica, pero sobre todo la pésima gestión de la misma, está engendrando por doquier hábitos que creíamos desaparecidos hace muchos años pero que retornan con una fuerza inusitada. No se trata solo de que una cuadrilla de manguis paralice un trayecto ferroviario porque han birlado todo el cobre y la mayoría de elementos mecánicos que hacen posible su funcionamiento, ya que lo que se obtiene en la reventa no son más que decimales al lado de las ganancias de las empresas que se beneficiaron con su construcción. Ni tampoco se trata, solo, de que los cítricos desaparezcan por toneladas para acabar vendiéndose en los mercadillos, no. Lo más relevante de todo este asunto es que de nuevo se está enseñando a mucha gente a sobrevivir a costa de birlar bienes ajenos, ya sean rurales o urbanos, o fronterizos entre ambos territorios. Fea costumbre que cuesta menos de implantarse que de erradicar, y que sigue casi al pie de la letra los hábitos de quienes han propiciado con sus enormes chanchullos el tremendo desplome económico sin necesidad de atentar con nocturnidad y alevosía contra los tendidos de cobre. Para eso está el lumpen, cada vez más organizado y más dispuesto a recuperar el sitio que de natural le corresponde. Les espera la cárcel, por supuesto, y no como a otros de más postín, pero como allí ya no cabe casi nadie y la Justicia se encuentra en la situación en que está, pues salen de allí pirando para preparar el próximo objetivo.

Así que la bella sentencia ilustrada "condena el crimen pero compadece al delincuente" se diría cada vez más difícil de observar. En una ocasión, un presidente de una república sudamericana al que alguien le había hecho un gran favor, le aconsejó a cambio que adquiriera todos los billetes de un número de lotería que, como es lógico, salió premiado ¿Les recuerda eso a alguien? No dudaré de que Carlos Fabra es un hombre afortunado, pero ¿debería compadecerle por su conducta? O si Francisco Camps se hace con unos trajecitos de nada a cambio de no se sabe bien qué favores más fervientemente ocultados que efectivamente ocultos, ¿hay que condenar el acto pero mostrar compasión hacia toda esa morralla de sastrecillos valientes? Y ya puestos en esto, nadie merece mayor castigo estético que el peluquero que perfilaba el bigote de El Bigotes. Por no hablar de la basurera gestión de las basuras.

Tampoco parece conveniente considerar que la resuelta actitud de banqueros y asimilados en la productiva defensa de sus intereses carece de efectos colaterales, muchas veces de mayor importancia que la que convendría atribuir a su oficio y dedicación. ¿Es una tragedia? Muy a menudo lo es, siempre que se esté convencido de que la no menos resuelta actitud de los llamados ocupas es algo más que una farsa veinteañera.

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