Fernando García-Mon, magistrado ejemplar
Por suerte, hay muchos magistrados ejemplares, del Tribunal Constitucional y de otros tribunales. Pero para mí, Fernando García-Mon ha sido ejemplar de un modo muy especial, porque la fortuna quiso que accediéramos juntos al cargo de magistrado constitucional, elegidos por el Senado un día de febrero de 1986, y que juntos, codo con codo, recorriéramos la senda constitucional durante seis años (los que duró mi mandato; el suyo por fortuna se prolongó mucho más), no solo en el pleno del Tribunal, sino también en la misma sala y, sobre todo, en la misma sección. Fui así un testigo privilegiado de la ejemplaridad de García-Mon como magistrado, además de su más directo beneficiario. De ese intenso trato cotidiano brotó la chispa de la mutua empatía, pronto transformada en profunda amistad.
La dignidad y la eficacia de las instituciones públicas descansan no solo en el prestigio profesional y la probidad moral de las personas que temporalmente las encarnan, sino también en el respeto y la lealtad con que deben ser tratadas por todos, poderes públicos y medios de difusión en primer término. Apreciar el valor de las instituciones es garantía segura de nuestro porvenir como pueblo. No hacerlo puede ser letal.
Él puso su bien ganado prestigio como abogado al servicio de la institución que le acogía como magistrado. Avalado por el docto magisterio del profesor Antonio Hernández Gil, y tras una trayectoria impecable como vocal del Consejo General del Poder Judicial, García-Mon cambió con toda naturalidad de clientela. A partir de su conversión en juez constitucional no tuvo otro cliente que la Constitución, su única defensa fue la del texto que los españoles nos habíamos dado como marco normativo supremo de nuestras recuperadas libertades democráticas, y a esa defensa dedicó todos sus desvelos. Como Plinio, prefirió ser magistrado para todos antes que abogado para unos pocos.
Recuerdo cuánto le preocupaba que el nivel técnico y la solidez doctrinal de nuestras resoluciones estuvieran a la altura de las que salieron de la pluma de los magistrados fundadores. Preocupación razonable que otros magistrados compartíamos, pero que resultaba algo exagerada en su caso, tantos eran sus activos y virtudes para lograrlo. Demócrata de vieja estirpe liberal, jurista experimentado y creyente en el Derecho como instrumento insustituible de la convivencia en paz y libertad, estaba además plenamente persuadido de que la Constitución de 1978 y su intérprete supremo eran la clave de bóveda del sistema democrático, un sistema, dicho con palabras de quien fuera el primer presidente del TC, don Manuel García Pelayo, "la voluntad de la mayoría no es por sí sola ni legítima ni justa ni sabia" si vulnera los límites constitucionales.
Interpretar la Constitución
A esas creencias profundas, compartidas por todos los magistrados, Fernando sumaba algunas virtudes ya no tan frecuentes. Hombre de vasta cultura, con un agudo sentido de la realidad circundante (que algunos llaman sentido común), ponía toda la energía y la habilidad dialéctica necesarias para convencer a los demás de lo acertado de sus posiciones interpretativas de la Constitución. Pero no era menos enérgica su paciente disposición para dejarse persuadir de las razones contrarias. Deliberar con él era un auténtico placer intelectual, porque para Fernando, de natural moderado y prudente, deliberar era antes que nada saber escuchar, esforzarse en comprender las posiciones diferentes de la suya y, llegado el caso, cambiar de opinión. Inherente al método colegiado de los procesos constitucionales, no todos, sin embargo, lográbamos deliberar y formar juicio con esa misma actitud de atención y respeto hacia la discrepancia de otros colegas, o al menos no alcanzábamos a hacerlo con la elegante inteligencia, la modestia y el buen humor, irónico y socarrón, de que hacía gala Fernando, siempre en guardia frente a la vanidad y el engreimiento que, en ocasiones, oscurecían el buen hacer de algunos colegas de extracción académica.
Las sentencias, muy numerosas, que llevan su firma como ponente, tienen el sello característico de su estilo sobrio, elegante, con sabor clasicista. Fernando huía de los discursos eruditos y de las argumentaciones prolijas y ornamentales. Lo que le importaba por encima de todo era hacer viva la Constitución, asegurar su supremacía, dotarla de plenitud aplicativa ante el caso concreto sometido a nuestro enjuiciamiento. No buscaba lucimientos, buscaba la verdad escondida en cada asunto con relevancia constitucional para acertar en la respuesta justa que habíamos de dar en cada proceso constitucional.
Por encima de todo ello, en Fernando García-Mon lucía su virtud principal y más atractiva: la bondad. Fue un hombre profundamente bueno, un magistrado ejemplarmente bueno. Esta bondad natural acrisolaba sus otros muchos méritos y dispensaba alegría y bienestar a cuantos compartían vida y afanes con él, su muy querida familia ante todo, pero también sus amigos y compañeros. Tal vez vayamos muriendo con la muerte de quienes más queremos que vivan. El adiós definitivo a Fernando nos llena de inconsolable tristeza, hemos dejado parte de nuestra vida con su marcha. Pero ello no empaña la inmensa alegría, la impagable fortuna, de haber tenido el privilegio de recorrer con él un buen tramo del camino hacia el mar de la eternidad. Tal ha sido la fuerza atractiva de sabiduría y bondad que este magistrado ejemplar supo combinar de modo superlativo.
Jesús Leguina Villa es magistrado emérito del Tribunal Constitucional.
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