Ahora que nadie nos oye
A los 25 años de su estreno, la nueva producción de Los Miserables triunfa en el Lope de Vega de Madrid. Discutible partitura pero impecable puesta en escena, en la que brillan Gerónimo Rauch (Valjean) e Ignasi Vidal (Javert)
Todo es descomunal en Los Miserables: su éxito, su permanencia en cartel, su partitura y sus puestas. No les abrumaré con estadísticas. Prefiero contarles la paradigmática historia de James Fenton, a quien Trevor Nunn contrató para adaptar el libreto al inglés y Cameron Macintosh despidió para encomendárselo a Herbert Kretzmer. Muy generosamente, Nunn y Macintosh acordaron acreditarle ("material adicional") y resarcirle con el 1% de los beneficios. Para que se hagan una idea del taquillaje, Fenton se había embolsado en 1997 la bonita cifra de diez millones de libras: calculen lo que habrá cobrado desde entonces. La nueva producción de Los Miserables, concebida para conmemorar el 25º aniversario del espectáculo, está arrasando, con todo el papel vendido, en el Lope de Vega, a los pocos meses de su estreno en el Barbican londinense. Celebro el merecido éxito del estupendo montaje español, pero ahora que nadie nos oye, y como una voce poco fa ante 56 millones de espectadores, les confesaré que no me vuelve loco su partitura. Con la excepción gloriosa de Michel Legrand, soporto mal el sung-through en los musicales porque a) me parece un intento pomposo de acercar el género a la ópera por la vía del recitativo y b) porque rompe su impulso inicial básico, cuando la canción (y el baile) brotaban para mostrar lo que no se podía expresar con palabras. Ahora bien, si me ponen una pistola en el pecho y me dan a elegir entre Lloyd Webber y Boublil / Schönberg, que a finales de los setenta instauran un modelo de sung-through donde se canta en pareja tesitura una pena de amor y la lista de la compra, prefiero la épica (aunque sea hiperhormonada) de los segundos a la pringosa lírica del primero. Comprendo que hay una generación (o dos) que adora Los Miserables porque les abrió las puertas del género, y los primeros amores siempre suelen ser poderosos. De hecho, los propios Boublil / Schönberg confesaron no haber escuchado nada anterior a Jesus Christ Superstar. Yo soy de otra quinta y crecí con otros materiales, otras estructuras, otras orquestaciones y otras tonalidades. Mis dioses eran (y son) Rodgers & Hammerstein, Lerner & Loewe, Frank Loesser y Stephen Sondheim: complejidad melódica y temática, letras sofisticadas y populares, poesía y humor. Y, para hablar de maestros recientes, mi cumbre (por libro y por partitura) del musical épico-histórico es Ragtime, de Flaherty y Ahrens. Repaso la partitura de Los Miserables y me quedo con I Dreamed A Dream (aunque me suena un poco a la candidata francesa para un Festival de Eurovisión de los ochenta), con la vibrante One Day More que cierra el primer acto (y cumple una función similar a la de Tonight en West Side Story), con el epiquísimo Do You Hear the People Sing? y con la canción del hostelero, Master of the House (a un paso del tabernario Ompah Pah de Oliver!), pero mi favorita absoluta, por su melancolía contenida, es la elegiaca Empty Chairs at Empty Tables, que Marius dedica a sus camaradas muertos. No busquen mucha sutileza en la trama, una sinopsis acelerada, tan esquemática como eficaz, de los grandes momentos de la novela, aunque sus adaptadores (Boublil & Natel) la sirven nadando en lo que los americanos llaman schmaltz: una desinhibida sobredosis de grasa sentimental. Su gran baza, sin embargo, es no haber edulcorado la amargura de Javert, un malo dickensiano que recuerda al Joseph Cotten de Atormentada. Para mi gusto, además de esas cinco canciones y ese gran personaje, lo que manda en el espectáculo es su perfección técnica (¡bravo para Stage Entertainment!), el ritmo de la puesta (a cargo de dos directores jóvenes, Laurence Connor y James Powell, que Macintosh eligió para gran cabreo de Trevor Nunn, con Víctor Conde como director residente), el brillo de la orquesta, dirigida por Alfonso Casado, y unas cuantas voces (masculinas, mayormente), de las que luego hablaremos. La nueva escenografía de Matt Kinley es una preciosidad. Quizás algunos añoren los giratorios y las barricadas que se levantaban ante nuestros ojos, pero a cambio podrán disfrutar de las proyecciones a partir de los estupendos dibujos de Victor Hugo, muy cercanos a Turner (un París oscuro y siniestro, casi victoriano -humo de fábrica, niebla, callejones sombríos-, pintado con carboncillo, tinta negra y posos de café) y de la sensacional escena de las alcantarillas, con las imágenes moviéndose en cámara subjetiva, que parece sacada de El tercer hombre. Las entradas y salidas, los cambios de escena, los movimientos corales, tienen una fluidez pasmosa y admirable, milimétrica. Los cantables en castellano no están a la altura de los trabajos que Albert Mas-Griera hizo para Assasins o Mamma Mia: hay mucho ripio y una molesta tendencia a utilizar el palabro "mesié" para solventar las rimas en "e". Hablemos de voces y perfiles. Gerónimo Rauch (Jean Valjean) es una voz rebosante de color, hondura y potencia, que logra conmover. Tiene una gran presencia escénica, aunque le falta edad y corpulencia para dar la envergadura de Valjean. Ignasi Vidal (Javert) está perfecto en el tono y en el tipo: en Javert's Confession, la escena de su caída (literal, y tan bien montada como interpretada) recuerda a un enorme alacrán que se clava su propio aguijón. Me pareció fresco y con fuerza el Enjolras de Daniel Diges, y muy graciosos los Thenardier, interpretados por dos veteranos, ya presentes en el montaje de Tamayo de 1992: Enrique del Portal, entre Burgess Meredith y Alfonso del Real, y Eva Diago, entre la brujísima dueña del orfanato de Annie y Florinda Chico. No actuaba Guido Balzaretti en el rol de Marius la noche que fui al Lope de Vega. No me convenció Edgar Martínez, su sustituto: buena voz, pero exceso de almíbar. Lo mismo pienso de las dos protagonistas femeninas, Eponine (Lydian Fairen) y Fantine (Virginia Carmona): esos dos roles requieren un lirismo más seco y menos externo, menos de cara a la galería. Por cierto, recomendación urgente: el electrizante mano a mano de Lina Lambert y Tilda Espluga en Silla (Cadira), de Edward Bond, en la barcelonesa Sala Muntaner.
No busquen mucha sutileza en la trama, una sinopsis acelerada, tan esquemática como eficaz, de los grandes momentos de la novela
Gerónimo Rauch (Jean Valjean) es una voz rebosante de color, hondura y potencia, que logra conmover
Los Miserables, de Victor Hugo. Teatro Lope de Vega. Madrid. www.losmiserables.es.
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