El atajo vertiginoso
El AVE realiza su viaje número cero entre Valencia y Madrid para la prensa
"Nada más cómodo que viajar en el tren", consignó José Martínez Ruiz, Azorín, en Castilla, libro en que estableció simetrías y complementariedades inequívocas con otro que tituló Valencia. Azorín es el trayecto entre esos dos destinos y su obra y su oficio se deben en gran parte al tren, desde cuyas ventanillas sintetizó el paisaje físico y humano que fue logotipo de la Generación del 98.
Hubiese sido justo que la nueva estación provisional del AVE en Valencia, desde la que ayer salió un viaje en pruebas para periodistas, llevara su nombre. Pero Joaquín Sorolla en Madrid suena a playa, paellas y calamares sobre una agonía cromática. Y Azorín, a abuelas con manos sarmentosas sobre un paisaje en metástasis. El escritor de Monòver habría considerado lujurioso el concepto de comodidad interior del AVE, que sale con diez minutos de retraso, a las 11.10. Para empezar, aquí no hay "chirridos de herrumbres" ni "atalajes mohosos", sino el cálido saxo de Stan Getz deslizándose sobre la brisa de Antonio Carlos Jobim durante los primeros kilómetros.
Una avería en el sistema de balizas causa un retraso de 49 minutos
El tren llega a superar los 300 kilómetros por hora en algunos tramos
El convoy pasa bajo el scalextric del futuro Parque Central y, en seguida, emergen los esqueletos oxidados de las naves de El Águila y Macosa. Y como si se tratara de un jeroglífico, un túnel, el cementerio y el pedregoso lecho del Turia. El tren bordea una huerta comida a dentelladas por la urgencia urbanística y se acelera como si estuviera en una pista de despegue aeronáutica hasta alcanzar 296 kilómetros por hora. Detrás de la ventanilla vuelan los naranjos, las piteras y los adosados.
El territorio se endurece sin tiempo a hacer descompresión. Los algarrobos, las viñas, los olivos y la cementera de Buñol huyen despavoridos. La presión aumenta en los oídos. El pantano de Contreras es un breve guiño azul a los 25 minutos del inicio del viaje. Se trata de un atajo vertiginoso entre Valencia y Madrid, con eclipses de túnel y fogonazos amarillos, que queda inaugurado el próximo domingo.
Los pasajeros tienen problemas de cobertura con el teléfono móvil, pero, a cambio, por la ventanilla, hay un desfile apresurado de lomas, azores, encinas y esqueletos de almendro muy ameno. Es el sumario de la Mancha y su monotonía apasionante. El tren llega a superar los 300 kilómetros por hora. ¿Qué paisaje hubiera destilado Azorín a esta velocidad? Sostenía que no había que fijarse en el paisaje inmediato, el que vuela junto a la ventanilla, sino el del horizonte. Pero cuanto más lejos se mira, más dentro de uno mismo se ve y más imposible resulta no fijarse en lo inminente. Azorín supo encontrar una "profunda poesía" en los "caminos de hierro", que tanto ensalzó como alegato contra el inmovilismo de la tradición. Aunque quizá, como Stevenson, viajaba no por ir a alguna parte, sino por ir.
A las 11.58, Cuenca cuelga y se despeña desde su cerro rocoso. Es la primera parada y sube otro contingente de informadores. El convoy retoma el viaje e inmediatamente, pinares firmes, vaguadas ocres y balas de paja ennegrecida. Es la zona cero del vacío peninsular y la velocidad del AVE deconstruye España en aerogeneradores, ovejas, yermos, tentaderos, esparto y soledad. Y nada más entrar en la provincia de Toledo se rompe este éxtasis místico y empiezan los problemas. El tren se detiene. Faltan unos 70 kilómetros para llegar a Madrid, pero en el AVE no cuenta la distancia sino el tiempo. El retraso en la salida y una avería ajena, causada por un error en la gestión del sistema de balizas, retienen otro tren procedente de Albacete que se ha anticipado en el trayecto hacia Madrid. No es posible seguir y se enfrían los entusiasmos en el pasaje.
Uno de los entretenimientos para paliar la espera consiste en acceder a la cabina de la locomotora. Aquí, el conductor es un complejo piloto que brega por salir de la situación sin parar de observar e interpretar los destellos de las pantallas digitales. Cuando por fin recibe la luz verde, las ventanillas se llenan de yesares y pedregales. Señales inequívocas de que Madrid está al caer.
Azorín viajó a Madrid en el tren mixto desde Valencia. Hizo el viaje en tercera y llegó entumecido por las duras tablas del coche una tarde nubosa como esta. Ahora, el entumecimiento es solo psicológico por el retraso. Entonces, en la llegada se podía ver la línea de cipreses negros en los que yacía Larra. Ahora, la mortecina niebla camufla la habitual nube de color gato siamés que cubre Madrid y envuelve desguaces, barracones prefabricados y granjas. Y las chabolas con techo de uralita y plancha de bidón, que conforman un hacinado sumidero social.
La megafonía del AVE anuncia a las 13.43 la llegada a la nueva estación Puerta de Atocha y pide disculpas por los contratiempos. El convoy tenía previsto llegar a las 12.49. El caparazón de Moneo engulle el tren mientras los pasajeros tratan de adivinar qué habría dispuesto Renfe para saciar su hambre. Azorín desarrolló un enorme afecto al pan en los incontables pupilajes en los que se hospedó. En sus momentos más dramáticos llegó a comer solo dos panecillos al día. Pero lo más importante era, como ahora, haber llegado a Madrid.
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