'Vida privada', entre el fuego y el hielo
Xavier Albertí pone sus cartas sobre la mesa desde el principio. Frederic de Lloberola (Pere Arquillué), el protagonista de Vida privada, débil y abúlico como un personaje de Moravia, comienza a hablar en una oscuridad absoluta, y así permanece un buen rato hasta que un débil rayo de luz entra en la alcoba de Rosa Trenor (Alicia Pérez), su amante. Es, tal cual, la obertura de la novela. Con una diferencia: escuchamos a Frederic, pero es la voz del narrador, omnisciente e incisiva como un escalpelo. Poco a poco adivinamos un espacio desolado, irreal, en el que parecen flotar la cama y el armario. A la derecha, una escalinata trunca, de camino a ninguna parte; a la izquierda, muy lejos, un piano. Al fondo, entre mamparas de madera lustrada y cortinas de gasa, se abre lo que semeja el escaparate de una tienda de lujo de los años treinta, donde los personajes se mostrarán, bajo una inquietante claridad cenital, como maniquíes o animales disecados, vestigios de una época desaparecida. El espacio, diseñado por Lluc Castells, hace pensar en una versión desmesurada y onírica del Galerías Condal, el "cine bombonera" del paseo de Gracia barcelonés. De repente, todos los miembros de la compañía entran, vestidos de coristas (fantásticos figurines de María Araujo), para cantar y bailar el cínico Desfile del oro, de la revista Love Me, de Manuel de Sugranyes, el rey del Paralelo. La adaptación y puesta en escena de Vida privada son doblemente exigente: para los actores, que memorizan y sirven ingentes cantidades de texto, y para el espectador, que ha de zambullirse en un magma de casi tres horas, una lava ardiente y helada, con continuos cambios de tonalidad, enfoque y temperatura, reminiscente del cine de Raúl Ruiz o los espectáculos de Guy Cassiers. La opción es tan arriesgada como meritoria. Albertí podía haberse limitado a reordenar el material dramatizable, pródigo en perfiles y peripecias (la crónica de la decadente familia Lloberola y de la ciudad de Barcelona entre la exposición de 1929 y la llegada de la República), pero no ha querido prescindir de esa deslumbrante fiesta del lenguaje que es la mirada de su autor: hubiera sido como adaptar a Proust y quedarse en el argumento. Y es un acierto absoluto: no escuchábamos en escena un catalán tan vivo y tan rico desde que Ollé adaptó El quadern gris de Pla (que, felizmente, se repone en el Romea el próximo enero). Aquí, la palabra de De Sagarra, esa prosa a caballo entre Larbaud y Morand, bañada en alcohol de monóculo y avanzando como un Hispano de cuatro cilindros, es la gran protagonista. Los actores, pues, interpretan a sus personajes y a esa voz narradora que les sigue, les escruta, les define y les comenta: Oriol Genís, el Frégoli de la compañía, es el único que se multiplica, proteiforme, en el viejo don Tomás, patriarca de la saga, en Primo de Rivera, en el perro de Rosa Trenor, en alucinado travesti. La estructura del montaje semeja un canon, con sus arias, sus dúos y sus coros, todo ello contrapunteado por un riquísimo aluvión de música de la época que Albertí ha rastreado y exhumado: veinte piezas (cuplés, himnos, pasodobles, valses, charles, rumba, java, chotis, pasajes instrumentales), magistralmente interpretadas al piano por Efrem García, cantadas y bailadas por los actores, y que convierten Vida privada en una suerte de musical secreto: hay diálogos que mutan en canción (la conversación entre el barón de Falset y su esposa) o relatos (la historia de Dorotea y El Fraile) que se interrumpen, muy brechtianamente, por un número cantado (con boys incluidos). La trama más dramatizada es la del chantaje del libertino Guillem de Lloberola (Xavier Frau), el hermano pequeño, detonante y motor del relato. Cada actor tiene su aria, su monólogo de lujo. El enorme Pere Arquillué refulge en todos, pero especialmente en uno de los grandes pasajes de la novela: el descenso a los infiernos del barrio chino que cierra la primera parte, bajo el rótulo rojo de La Criolla, con esa flecha fluorescente que señala hacia las profundidades. Imma Colomer llena de verdad y de matices el relato de la juventud de Pilar de Romaní, y Mont Plans (¡qué gran retorno el de estas formidables y veteranas actrices!) borda la evocación de la verdurinesca soirée de Hortensia Portell, con todas las damas de la burguesía barcelonesa derritiéndose ante el dictador, que el afilado Josep Maria de Sagarra describe como una mezcla "entre inspector de policía y domador de tigres" y al que Albertí viste, en un apunte algo chirriante, con tanga y correajes bondage. Áurea Márquez, briosa pero un poco excesiva, se mete al público en el bolsillo con la historia del asesinato de Dorotea Palau, que Albertí dibuja como un aguafuerte de Penagos y remata con El liberal que popularizó Raquel Meller. Alicia Pérez está soberbia narrando la trayectoria del perro disecado de Rosa Trenor, y el tándem Xavier Pujolràs-Aina Sánchez clava los amargos daguerrotipos del barón de Falset y su esposa, la cubana Conxa Pujol. La primera parte, con sus casi dos horas, resulta descompensada y a ratos fatigosa, sobre todo en relación con la segunda, cuarenta y cinco minutos que se abren con los fastos de la Exposición Universal y pronto se centran en dos nuevos personajes: los vástagos de la familia Lloberola, cuya mayoría de edad coincide con la proclamación de la República. Albertí ha elegido muy bien ambos pasajes: la adolescencia de Maria Lluïsa y la doble epifanía de amor y muerte de Ferrán, que corren a cargo de Alba Pujol y Toni Vallés, tan jóvenes como aplomados. Hay riesgo, como decía al principio, en la apuesta por los monólogos y en su longitud, y en la iluminación un tanto tenebrista de Albert Faura; pienso que tal vez le hubiera ido mejor a la función un espacio más reducido, aunque entiendo esa opción de, por así decirlo, desolación ceremonial. Problemas menores, en todo caso, ante la generosidad de la propuesta y la minuciosidad y entrega de todo el equipo. Tal vez no sea (ni tiene por qué serlo) un plato para todos los gustos, pero es un trabajo concienzudo, apasionado y muy coherente con su propia poética.
Vida privada, de Josep Maria de Sagarra. Adaptación y dirección de Xavier Albertí. Teatro Lliure. Barcelona. Hasta el 5 de diciembre. www.teatrelliure.com.
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