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Columna
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Más claro que el agua

El pasado domingo, decenas de miles de ciudadanos se manifestaron en las calles de Santiago en defensa de la sanidad pública, uno de los pilares de nuestro Estado de bienestar que, como producto de un largo proceso civilizador, constituye hoy nuestro estilo de vida. Pero, más allá de la explícita reivindicación sobre nuestro sistema sanitario, la consigna más repetida por los numerosos manifestantes que abarrotaron las calles de Compostela hacía referencia a la oposición rotunda a la privatización -explícita o encubierta- de los servicios públicos.

Los ciudadanos congregados el domingo en la capital de Galicia eran plenamente conscientes del peligro que corren dichos servicios, porque saben perfectamente que determinados partidos, como el PP, han asumido que el poder económico globalizado -el verdadero poder en nuestros días- escape al control de los Gobiernos y han interiorizado que la economía se ha emancipado de la política, y aceptan, en fin, que los poderes públicos se reduzcan a proporcionar algunos servicios a los ciudadanos -cada vez menos- porque las ideas privatizadoras ganan terreno a ojos vista. Por otra parte, los miles de personas que el domingo ofrecieron una gran demostración de compromiso cívico no parecen dispuestas a que la política se reduzca al ámbito de lo simbólico y se transforme en un mero espectáculo, en un producto de consumo para espectadores pasivos.

La privatización de servicios públicos conlleva su degradación y deteriora la seguridad

Los servicios públicos son el símbolo de un modelo social y cultural que se niega a tener el mercado como único referente; representan la primacía del desarrollo social frente al negocio y rentabilidad económica a corto plazo. La educación, la sanidad y los servicios sociales, así como las infraestructuras de transporte y comunicación o el abastecimiento de bienes de primera necesidad (agua, energía...) cumplen una función social que ninguna empresa privada está dispuesta a asumir: la equidad y la integración social. Son, por otra parte, sectores de actividad que requieren un continuado esfuerzo de inversión cuya rentabilidad solo se aprecia a medio y largo plazo. Las experiencias de privatización llevadas a cabo en diferentes países europeos demuestran que el sector privado no está en condiciones de responder a esa exigencia.

El resultado de las privatizaciones de los servicios públicos conlleva siempre, y sin excepción, su degradación, el aumento de las desigualdades y el deterioro de la seguridad. La desastrosa situación de los ferrocarriles británicos tras su privatización, de los transportes en Holanda o de las telecomunicaciones y del sector eléctrico en Suecia son ejemplos paradigmáticos de lo que vengo afirmando. Así pues, como el sentido común aconseja y la experiencia demuestra, para vertebrar el territorio, para asegurar la igualdad de oportunidades y para garantizar la cohesión social es imprescindible que el Estado (Administración central, comunidades autónomas y Ayuntamientos) mantengan la titularidad de los servicios públicos. Es una tarea en la que nadie puede ni está dispuesto a sustituirlo eficazmente.

Hace un tiempo, la CEOE presentó al Gobierno un plan de infraestructuras para construir autopistas, carreteras, líneas ferroviarias y diversas obras hidráulicas cuya financiación y explotación serían privadas. Felizmente tal propuesta no prosperó; el coste social de haberse llevado a cabo semejante operación hubiese sido incalculable. Naturalmente, el proyecto de la gran patronal española concentraba los recursos en las zonas y proyectos que consideraba rentables, con la marginación de la mayor parte del país. Galicia hubiera sido, desde luego, una de las comunidades especialmente perjudicadas. Preguntado el presidente de la Confederación de Empresarios de Galicia (CEG) por qué el plan de la CEOE no contemplaba actuaciones en Galicia, la respuesta de Antonio Fontenla no dejó lugar a dudas: por la sencilla razón de que dichas inversiones no son rentables a corto plazo. Más claro que el agua.

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