Siete años para esto
Después de siete años, iniciados con la solemne firma de un pacto entre grandes expectativas de cambio y de progreso, ninguno de los partidos que ha gobernado en Cataluña se encuentra en condiciones de defender no ya la continuidad de la fórmula que sostenía el pacto -el tripartito-, sino tampoco la obra realizada -triturada entre las ruedas de un Estatuto aborrecido por todo el mundo- ni el sustrato ideológico que le dio vida -lo que el presidente Montilla llamó catalanismo de izquierda. La coalición de los tres partidos de la izquierda catalana ha iniciado su mutis como si todos sus miembros estuvieran hartos de haberse conocido, con la única perspectiva de contener los daños que se ciernen sobre cada uno de ellos.
A medida que la fórmula de gobierno entraba en barrena, el grado de insatisfacción política de los ciudadanos catalanes, según los índices elaborados por la misma Generalitat, subía a magnitudes astronómicas. De un reparto por mitad entre satisfechos e insatisfechos en los últimos meses de 2006, las tijeras se han abierto hasta proporciones impensables: a finales de 2009, los insatisfechos rozaban el 90% del total. El presidente de la Generalitat habló entonces del desapego de Cataluña: más que un encabronamiento que sirviera de estímulo para alentar otras opciones, los catalanes parecían cansados de política y tan hartos de los políticos como lo estaban, unos de otros, los miembros del tripartito.
Tiempo habrá para un análisis más detenido de esta experiencia fallida. De momento, lo que parece causa de desafección, aparte del tiempo y las energías derrochadas para el mediocre resultado final del Estatuto, es la fórmula misma de la coalición gobernante, como si se repitiera una especie de fátum de las izquierdas: su incapacidad para gobernar en coalición más allá del ámbito municipal. Porque más que un gobierno compacto, unido en torno a un presidente con poder y autoridad, el tripartito ha logrado transmitir la imagen de que cada cual iba a su bola, sin sentirse vinculado a objetivos comunes. Más que un gobierno, han sido tres gobiernos diferentes administrando para sus fines cada una de las áreas respectivas, con la virguería, que a ellos habrá parecido muy lucida, de los dirigentes de Esquerra nadando en el poder al tiempo que guardaban la ropa en la oposición: lo mejor de ambos mundos sin pagar precio en ninguno.
Tal vez por eso, las tres formaciones de la izquierda abandonan el poder sin ánimo de volver y sin expectativas de mejorar sus resultados, todo lo contrario: mientras más responsabilidades desempeñaron en el gobierno, mayor se vislumbra la pérdida que se avecina. El problema, no ya para la izquierda sino para el conjunto del sistema de partidos es que el alto grado de insatisfacción ciudadana no permite apostar por una alternativa clara. La natural, la de CiU, está hoy lejos de suscitar una corriente de entusiasmo que la devuelva a los años de su dorada hegemonía, cuando obtuvo en las convocatorias de 1984 a 1992 la mayoría absoluta. A distancia todavía de ella en las encuestas, deberá además afrontar la competencia de nuevas formaciones políticas, netamente soberanistas, que pretenden alterar el sistema de partidos consolidado desde 1980.
De modo que todo va a depender de la afluencia de electores insatisfechos a las urnas. Si una sustancial proporción de habituales votantes socialistas optara por quedarse en casa y si la participación apenas superase la mitad del censo electoral, el sistema de partidos de Cataluña experimentará quizá una profunda mutación, con un fuerte descenso del PSC, un probable estancamiento del PP, la presencia testimonial de Ciutadans y con CiU sin mayoría absoluta. Es la situación ideal para alimentar tendencias centrífugas, de las que serían los más beneficiados los nuevos grupos independentistas que nada tienen que perder y mucho que ganar al recoger en un discurso populista buena parte de la insatisfacción que reflejan las encuestas.
Llegados a este punto, estará por ver qué ocurre con los dos partidos que durante estos 30 años han garantizado el equilibro del sistema y a los que espera una segunda vuelta en las municipales: si la presencia de nuevos competidores por el lado nacionalista puede alimentar en CiU las retóricas de independencia, en el PSC la administración de la derrota puede inaugurar un periodo de tensión entre las dos almas que han dado vida a este partido, uno de los más notables inventos de la transición. Habrán sido entonces siete años para hacer un pan como unas tortas.
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