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Columna
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Lenguaje de cajón

Javier Sampedro

Nadie tuvo que aprender a ver la Salida de la fábrica de los hermanos Lumière. La gente se sentó frente a una pantalla de cine por primera vez en la historia, y le bastó hacer lo mismo que hacía antes de esa fecha señalada -mirar- para que el enjambre de obreros saliera por la puerta. En este punto es de buen tono asombrarse por lo real que resulta la sensación de movimiento pese a basarse en una especie de torpeza nuestra, una afortunada ilusión óptica que convierte una sucesión de fotos fijas en un engañoso continuo.

Pero no hay para tanto. El mundo es un continuo, pero lo primero que hacen las áreas visuales del cerebro es descomponerlo en una sucesión de escenas fijas, los fotogramas de la mente. Las personas que sufren daños en una región del córtex visual (llamada MT) ven el mundo exactamente así: una sucesión de fotos fijas. Si percibimos el mundo como un continuo es porque, normalmente, la región MT rellena los huecos entre fotogramas. La razón de que veamos el cine como un continuo es la misma que nos permite ver el mundo como un continuo. Si eso es un artificio, se inventó millones de años antes de que nacieran los Lumière.

¿Y el montaje? Eso sí parece un artificio, un lenguaje que no existía antes del siglo XX. De hecho tiene sus normas sintácticas, que todo director debe aprender en la escuela de cine. Si el policía y el ladrón van corriendo hacia la derecha de la pantalla en un plano, no los puedes sacar corriendo hacia la izquierda en el siguiente: todo el mundo interpretaría que se han dado la vuelta hacia la comisaría.

Si Julieta está asomada al balcón, lo siguiente debe ser un plano picado de Romeo, como lo vería ella, y luego un contrapicado de ella, como la vería él. Si los coches de carreras van hacia la derecha, las cabezas de los espectadores se moverán hacia la izquierda en el siguiente plano. ¿Es todo esto un lenguaje? No, porque los espectadores no hemos tenido que aprenderlo antes de entrar al cine. Esas leyes del montaje no hacen más que imitar nuestra forma natural de mirar el mundo.

Sirva esto como un humilde homenaje al gran Berlanga, que se saltó todas las leyes y no pasó nada.

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