'Baraka': pequeña comedia, grandes actores
Qué es lo melodramático? Lo melodramático es la hinchazón inorgánica. Traduzco: la emoción añadida forzadamente en una obra artística. Baraka, de la dramaturga holandesa María Goos, cuya versión argentina, a las órdenes de Javier Daulte, acaba de estrenarse en el Goya barcelonés, estaría cerca (por la brillantez de algunos diálogos y lo afilado de ciertas réplicas) del teatro de Mamet o Reza si no fuera por a) su inconsistencia estructural y b) la sobrecarga sentimental de su último tercio. Protagonizan Baraka cuatro amigos que se conocen desde hace treinta años. Tiempo sobrado para saber, por ejemplo, que Juan (Juan Leyrado) es un trepa profesional, o sea, alguien capaz de vender a su madre con tal de salir con bien de cualquier apuro. O que Martín (Vando Villamil), director de teatro ("de vanguardia", para más inri), es capaz de tirarse hasta el palo de una escoba con falda escocesa, aunque, nos dicen, está sufriendo una crisis de impotencia. Para María Goos, Juan y Martín son los malos de la función. Que Juan es egoísta y marrullero y Martín torvo y pretencioso se advierte tan pronto aparecen. Lo advierten los espectadores y deberían advertirlo Pedro (Darío Grandinetti) y Tomás (Jorge Marrale), pero es que Pedro y Tomás son los buenos. Baraka comienza como la versión triangular de La extraña pareja. Pedro, homosexual, refinado, controladísimo, recibe en su casa a Juan: ha venido a quedarse porque le está poniendo a su mujer unos cuernos como la catedral de Burgos. Que Juan, forrado de pasta y en vísperas de un nombramiento ministerial, se aloje en casa de Pedro, con el que parecen existir escasos vínculos, en vez de ir a un hotel de lujo, es lo que suele llamarse "una necesidad de guión". La segunda necesidad es que Pedro, funcionario de cultura al que acusan de haberse quedado con unos cuadros carísimos, recurra a los servicios legales de Martín. Hemos de creer que Pedro ignora que Martín, ex abogado de Juan, fue detenido cuando, en lo más alto de un farlopazo, salió a la calle vestido de Supermán, enseñó el culo en espacio público y pasó varios meses en un frenopático, del que ha salido antes de hora, porque también nos percatamos en el minuto uno de que el leguleyo está peor que Carioco: la situación es muy graciosa, pero nadie puede tragarse esa petición de defensa. Poco más tarde llega Martín, a punto de estrenar una función que ninguno de sus amigos quiere ver y en la que realizará un desnudo integral la hija del político: si los conflictos de los anteriores son delgaditos, los de Martín tienen el grosor de un papel de fumar. Reunidos los cuatro, Pedro propone celebrar una fiesta de cumpleaños y recordar los viejos tiempos, así que se visten de esmoquin, cantan y bailan Mi gran noche, y cuando uno se las promete muy felices, María Goos envía a paseo a Pedro, Tomás y Martín, y deja a Juan en compañía de Elena (Carla Pandolfi), una prostituta alquilada para alegrarle la onomástica. Malísima señal: es el equivalente del "¿alguien se apunta a un tenis?" que utilizaban en las comedias antiguas para sacar a los personajes de escena cuando sus problemas no daban más de sí. ¿Para qué sirve la irrupción de la prostituta? Sirve para que Juan le/nos endilgue un interminable monólogo sobre el primer parto de su mujer (es decir, para que veamos que tiene un lado bueno) y para que más tarde, cuando los otros vuelven, constatemos que Martín es torvo, porque la trata mal y quiere tirársela urgentemente. La prostituta tampoco es que tenga mucho brillo: calla, escucha, y cuando le toca hablar dice unas frases en ruso. No deja de ser curioso, por cierto, que una autora conceda tan poco espacio al único personaje femenino. Volviendo a Martín, su urgencia priápica no resulta muy orgánica, porque al cabo de un rato se nos informa de que se está encamando, por lo visto muy satisfactoriamente, con la hija de Juan. Ahí empezamos a entrar ya en el terreno melodramático. La moza no existe como mujer: existe tan sólo como hija de Juan. Y el polvo no es un polvo normal, aunque lo parezca. Es un polvo adscrito al negociado "amistades traicionadas", primer acorde de un gran finale, tremebundo y operístico, con la historia de los cuadros por medio, que no les cuento: ya lo adivinarán ustedes a media función. En una obra de Mamet o Reza, dramaturgos antisentimentales, el final sería tan lógico como imprevisible. Aquí no es ninguna de las dos cosas: es tan melodramático como inverosímil. Sin embargo, algo le vería a Baraka Kevin Spacey, que la dirigió en el Old Vic en 2004. Y Josep Maria Mestres, en La Latina, en 2008. Y el público bonaerense, que aplaudió la versión que nos ocupa, dirigida por Javier Daulte, durante dos temporadas. Y José María Pou que, entusiasmado, se la ha traído al Goya, donde la aplaude un público que abarrota el teatro. Quizás el equivocado sea yo. En algo no creo equivocarme: los intérpretes están sensacionales y vale la pena acercarse al Goya para verles en acción: pasma contemplar cómo sirven, respiran y apuran hasta la menor de las réplicas. Los reyes de la velada, para mi gusto, son Grandinetti y Marrale. El primero compone un Pedro de orfebrería, medido hasta el último detalle, cercano en sus obsesiones al glorioso Sheldon Cooper (Jim Parsons) de The Big Bang Theory. Marrale gana con una apuesta muy arriesgada: componer un Tomás apayasadísimo, siempre al borde de la sobreactuación, pero convincente y pletórico de energía psicótica, un verdadero torbellino actoral. Juan Leyrado está impecable inyectando veracidad a un personaje al que no le pueden caber más defectos. A Vando Villamil le ha tocado un doble riesgo del que también sale triunfante: reemplazar a Hugo Arana una semana antes del estreno y pechar con el rol de Martín, el más opaco y, ya se ha dicho, falto de conflicto del cuarteto. Poco hay que decir de Carla Pandolfi, salvo que cumple con su breve cometido. Javier Daulte ha dirigido el espectáculo con gran inteligencia, sin buscar la comicidad fácil, tensando las líneas dramáticas o tratando de crearlas actoralmente cuando no las hay.
En una obra de Mamet o Reza, el final sería tan lógico como imprevisible. Aquí es tan melodramático como inverosímil
Baraka (amigos), de Maria Goos. Dirección de Javier Daulte. Teatro Goya. Barcelona. Hasta el 9 de enero de 2001. www.teatregoya.cat.
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