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LIBROS / Poesía

Palabras para una despedida

Contemplada a vista de pájaro, la poética de Francisco Brines (Oliva, Valencia, 1932), reciente premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, recoge mejor que la de ningún coetáneo la síntesis estética de dos grandes poetas en su obra posterior a la Guerra Civil: el Cernuda de Las nubes, que rebajaba un tanto la entonación hímnica -entre Hölderlin y el Leopardi civil- de Invocaciones, el libro que cerraba La realidad y el deseo de 1936; y el Gil-Albert de Las ilusiones, menos enfático que el de Cernuda, de un discurrir reflexivo y una emoción sin aspavientos. Dada la condición de exiliados de sus autores, ninguno de esos libros tuvo eco en España, entretenida en ejercicios garcilasistas que pronto darían paso a los griteríos y zozobras existenciales; y particularmente el de Gil-Albert, a quien se le permitió un temprano retorno en 1947 a condición de que asumiera su invisibilidad, tachado de la vida literaria y de cualquier censo de la poesía española hasta los años setenta. En cambio Cernuda, que no quiso regresar nunca a Ítaca ("¿Volver? Vuelva el que tenga..."), alcanzó a ver antes de morir su rehabilitación por parte de jóvenes poetas del interior, como lo evidencia el homenaje tributado por la revista cordobesa Cántico en 1955, o por la valenciana La Caña Gris en 1962. En este último participó Francisco Brines. Por entonces, su obra publicada se reducía a Las brasas, que vio la luz en 1960 tras obtener el Adonais de 1959, un premio que había dado en la diana con los primeros títulos de Claudio Rodríguez, José Ángel Valente o Carlos Sahagún.

Brines adopta la disposición de libro único en crecimiento orgánico que desde 1974 reúne las poesías completas en sucesivas
El poema 'Mis tres fauces', con el que se abrocha el volumen, constituye una terrible alegoría de la existencia humana

Las brasas, un volumen casi todo él en endecasílabos blancos, fluyentes y cadenciosos a pesar de sus frecuentes encabalgamientos, está protagonizado por un personaje semiausente, retirado del mundanal ruido en su desvaído jardín cerrado mientras espera la muerte. Se trataba, sí, de una ópera prima, con un argumentario tópico y de raíz simbolista que proviene del Juan Ramón de comienzos de siglo. Sin embargo, en él estaban ya algunos rasgos definitorios de su autor: serenidad meditativa, temporalismo, nobleza del lenguaje. La inclinación elegiaca de sus entregas siguientes iría de la mano de consideraciones negativas sobre el hombre histórico. La historia aparecía como un error trágico en el que termina prostituyéndose la pureza de la infancia, sometida a las convenciones hipócritas, los intereses espurios, las mordazas confesionales. Así puede observarse en El santo inocente (1965; luego titulado Materia narrativa inexacta) y en Palabras a la oscuridad (1966), donde ha cuajado ya el mito idílico de Elca, "el sitio de retorno y de fidelidad, la nostalgia de la encarnación en mi mejor naturaleza humana": una Arcadia en la que busca una vez y otra el autor la fuente del origen. El paganismo de Brines encontró en la Antigüedad helénica y en la cultura mediterránea la afirmación de la vida y del amor, amenazados en todo caso por la fugacidad y por la muerte. Estas notas pesimistas predominan en Aún no (1971), en que abundan los poemas epigramáticos y satíricos, al modo grecolatino, bien para exaltar la fuerza del amor homoerótico, bien para reflexionar sobre la nada que seguirá a la muerte, ante la que propone la indiferencia -ataraxia epicúrea- como modelo ético: "Amar el sueño roto de la vida / y, aunque no pudo ser, no maldecir / aquel antiguo engaño de lo eterno". En Insistencias en Luzbel (1977) vuelven semejantes asuntos, según corresponde a un poeta cuya obra adopta la disposición de libro único en crecimiento orgánico que, a la manera de Cernuda, desde 1974 reúne las poesías completas en sucesivas ediciones bajo el título unificador de Ensayo de una despedida.

En El otoño de las rosas (1986) desprende esta poesía su máximo fulgor, por más que se trate de un fulgor crepuscular, donde el sentimiento de la pérdida remite al placer y la plenitud conseguidos, cuyo recuerdo confiere a la experiencia, pasada por un tamiz culturalista, una entidad especulativa que tendría muchos adeptos entre los poetas de la democracia. La última costa (1995), en fin, reúne hermosas estampas en que se expresa el sic transit gloria mundi, en ese punto en que se juntan la devastación barroca y los temas grecolatinos de las postrimerías. Una composición como la que da título al conjunto articula el viaje mitológico de los muertos por las aguas negruzcas del Leteo, desde donde apenas se vislumbra la otra orilla, casi borrada por la niebla, con el acompañamiento de barcazas lúgubres y un silencio aflictivo y funeral.

De toda esta trayectoria da cuenta Para quemar la noche, la antología editada con motivo de la concesión a Brines del premio referido al inicio de estas líneas. Francisco Bautista se ha encargado de la selección de poemas, ajustada y representativa, y de una introducción aclaradora, que se cierra con un sucinto apartado bibliográfico (donde sorprende la ausencia de algún ensayo fundamental, como el que le dedica el profesor García Berrio). La antología ofrece una propina de tres inéditos que no disuenan de sus mejores armonías. El tercero ('Mis tres fauces'), con el que se abrocha el volumen, constituye una terrible alegoría de la existencia humana. En el derrumbadero que conduce a la muerte está el hombre solo, monarca en el centro del horror, como el Lucifer monstruoso del Infierno de Dante -imperador del doloroso regno- con sus espantosas tres fauces terribles: "Del animal que soy, / de Dios (que me abandona) / y estos restos de espíritu y de carne / que se muerden".

Para quemar la noche. Francisco Brines. Edición de Francisco Bautista. Universidad de Salamanca / Patrimonio Nacional. Salamanca, 2009. 276 páginas. 15 euros. Se publica el próximo viernes, día 12.

A la izquierda, los poetas José Manuel Caballero Bonald, Ángel González y Francisco Brines, en un homenaje a Antonio Machado en la Biblioteca Nacional de Madrid.
A la izquierda, los poetas José Manuel Caballero Bonald, Ángel González y Francisco Brines, en un homenaje a Antonio Machado en la Biblioteca Nacional de Madrid.Efe

Mi resumen"

"Como si nada hubiera sucedido."

Es ese mi resumen

y está en él mi epitafio.

Habla mi nada al vivo

Y él se asoma a un espejo

que no refleja a nadie.

Mis tres fauces

El perro aquél aulló varios veranos / siempre solo en la casa abandonada. // Aún sigue su terror en mis oídos, / dentro de mi aúllan / (con el miedo de Cristo abandonado / en el viejo olivar) / las fauces de aquel perro, tan sediento / de alguna compañía, / en aquel cielo azul que se apagaba / por entre las palmeras y naranjos / donde mi juventud / se miraba en el mundo. // Yo soy ahora el perro, que aún no ha muerto, / y soy también el miedo de Cristo abandonado / en el viejo olivar, / bajo los astros fríos. // Mis tres fauces: / del animal que soy, / de Dios (que me abandona) / y estos restos de espíritu y de carne / que se muerden.

El vaso quebrado

Hay veces en que el alma

se quiebra como un vaso,

y antes de que se rompa

y muera (porque las cosas mueren

también) llénalo de agua

y bebe, quiero decir que dejes

las palabras gastadas, bien lavadas,

en el fondo quebrado

de tu alma,

y que, si pueden, canten.

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