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Reportaje:IDA Y VUELTA

Un nombre entre dos millones

Antonio Muñoz Molina

El lunes 17 de abril de 1975 Denise Affonço salió de su casa a la misma hora que cualquier día laborable, camino de la oficina en la que trabajaba, la de los servicios culturales de la Embajada francesa en Phnom Penh. Era una mujer de treinta y un años, menuda, morena, entre europea y asiática. Su padre era de nacionalidad francesa, aunque de una procedencia a medias portuguesa e india; su madre, vietnamita. El padre, profesor de Latín en un instituto de bachillerato colonial de Phnom Penh, se había esforzado en darle una educación europea. Denise Affonço hablaba francés, inglés, vietnamita, latín. Era, en 1975, una mujer razonablemente instalada en la vida, madre de un niño y una niña, con un buen trabajo y una buena posición, unida a un hombre de negocios chino de gustos caros y convicciones comunistas. Este hombre, Seng, anhelaba la llegada a Phnom Penh de los Jemeres Rojos, que ocupaban ya la mayor parte del país, poniendo en fuga a los partidarios de la dictadura incompetente y corrupta del general Lon Nol, apoyado por Estados Unidos.

Pero todo el mundo se alegraba de que estuviera a punto de hundirse aquel régimen, aunque fuera con la victoria de una guerrilla comunista cuyo caldo de cultivo había sido en gran parte uno de esos crímenes contra la humanidad que no tienen castigo y no recuerda nadie, aunque fueron responsabilidad directa de Richard Nixon y Henry Kissinger: entre 1969 y 1973 la aviación americana había arrojado sobre los campos de Camboya, un país neutral, 540.000 toneladas de bombas, con el pretexto de atacar enclaves militares de Vietnam del Norte y rutas de suministro del Vietcong. La noche del domingo 16 de abril Denise Affonço, Seng y un grupo de amigos se reunieron en la terraza de su edificio de apartamentos para celebrar la llegaba del año nuevo camboyano. Se alumbraban con velas porque estaba cortado el suministro eléctrico. Brindaron por el año nuevo y el porvenir frente a los tejados de una ciudad sumergida en la noche, iluminada tan sólo por el incendio de una refinería en las afueras. A Denise Affonço le habían advertido en la Embajada francesa que sería más prudente para ella marcharse del país con su familia. Pero la embajada sólo se hacía cargo de su billete y de los de sus hijos, porque su compañero no tenía nacionalidad francesa. La desasosegaba el miedo que empezaba a ver a su alrededor pero era más poderosa la inercia de quedarse donde siempre había vivido y la certeza de que si ella y los niños se iban y le ocurría algo a Seng no le dejarían vivir los remordimientos. Y el propio Seng hacía lo posible por disuadirla, con aquel fervor comunista que a ella le desconcertaba tanto en un hombre tan aficionado a los negocios, a los coches caros, al whisky escocés.

Sus amigos y sus jefes en la embajada insistían: todo el mundo que podía hacerlo estaba marchándose; si ella no quería irse todavía, que enviara a Francia a sus hijos, para reunirse después con ellos. Durante los cuatro años siguientes, en medio de la tortura del terror, el agotamiento y el hambre, después de ver morir de inanición a su hija de nueve años y de hundirse en la irrealidad de una muerte lenta, Denise Affonço se acordó muchas veces de aquella parálisis en la que había vivido en los días de mediados de abril de 1975 en los que hubiera sido tan fácil huir, de aquella mañana de lunes en la que sonaron de pronto ráfagas de disparos y explosiones que la forzaron a volver a casa, con un malestar de funcionaria cumplidora no aliviado por la seguridad de que su oficina ya estaría desierta.

Esa misma mañana vio a los primeros soldados del ejército de liberación a los que su marido estaba dispuesto a recibir con tanto entusiasmo (a los pocos días se lo llevaron a culatazos y patadas y no se supo de él nunca más): muchachos muy jóvenes, de catorce o quince años, con chaquetas y pantalones negros, con sandalias de goma de neumático, con pañuelos rojos y blancos al cuello, casi niños que pisaban por primera vez una ciudad y habían crecido en la brutalidad de la guerra y del adoctrinamiento ideológico. No parece que Denise Affonço tuviera convicciones políticas muy claras, y eso hace más valioso su testimonio de aquel día, de la revolución apocalíptica que los comunistas camboyanos establecieron literalmente de la noche a la mañana, de un día para otro. Pol Pot y sus seguidores inmediatos estaban convencidos de que ni la revolución soviética ni la Revolución Cultural china habían sido lo bastante radicales en la abolición del viejo mundo y el establecimiento del comunismo. La utopía no sería un sueño aplazado indefinidamente y corrompido por medias tintas, tibiezas o escrúpulos, sino un plan de ejecución inmediata. De la noche a la mañana, los Jemeres Rojos decretaron la abolición del dinero, de las transacciones comerciales, de los documentos de identidad, de las escuelas y las universidades, de todos los libros que no fueran de contenido revolucionario, del llanto y de la risa, manifestaciones de sentimentalismo burgués, de la familia, de las diferencias entre las clases sociales y entre la ciudad y el campo, de todo idioma que no fuera el jemer. Hablar una lengua extranjera, llevar gafas, beber alcohol, romper en llanto, podía significar la ejecución inmediata. En dos meses se había colectivizado por completo la agricultura y se habían evacuado las ciudades, en las que sólo tenían permiso para vivir, ocupando los palacios del antiguo régimen, los dignatarios del Partido, llamado Angkar, la Organización. Pol Pot era el Hermano número 1, aunque su rostro permanecía invisible. En menos de cuatro años, con el apoyo activo de China y la perfecta indiferencia de la comunidad internacional y de las organizaciones de derechos humanos, así como con la activa simpatía de preclaros intelectuales progresistas, la dictadura camboyana torturó, ejecutó o aniquiló por hambre a un mayor porcentaje de habitantes de su propio país que ningún otro régimen comunista o fascista del siglo XX: en torno a dos millones, de una población de siete. Cuando algunos fugitivos lograban escapar del país y contaban lo inaudito, nadie les daba crédito: la izquierda consideraba que esos testimonios eran propaganda imperialista, si bien los imperialistas -Estados Unidos, sus aliados europeos- tampoco prestaban atención, por razones de estrategia política: China, aliada de los Jemeres Rojos, le servía a Occidente como contrapeso de la Unión Soviética.

El testimonio de Denise Affonço llega a nosotros con treinta años de retraso. Leerlo es sentir vergüenza de la condición humana y escándalo ante la injusticia insondable del mundo. Sobrevivió cuatro años reducida a una especie de animalidad hambrienta y aterrada, arrastrándose cada día desde el amanecer a los campos de arroz, alimentándose de raíces amargas, de cucarachas, de hormigas, de lombrices, de saltamontes, disputándole a los perros y a los cerdos las sobras de las comidas de sus verdugos, sin más descanso que algunas sesiones de adoctrinamiento y cantos de himnos revolucionarios. Pero su mayor sorpresa no fue sobrevivir. Fue comprobar que casi nadie quería escucharla.

El infierno de los jemeres rojos. Testimonio de una superviviente. Denise Affonço. Traducción de Daniel Gascón. Libros del Asteroide. Barcelona, 2010. 256 páginas. 16,95 euros. antoniomuñozmolina.es

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