Hay 'Avenue Q' para rato
Me lo he pasado muy bien con Avenue Q en el Nuevo Apolo. No es un gran musical, pero rebosa encanto, ingenio y alegría. Ofrece más de lo que esperas (habida cuenta del estado actual del género) aunque menos de lo que podría dar, quizás porque su premisa es demasiado poderosa: Sesame Street convertida en Desolation Road. Resquebrajada la burbuja adolescente, un grupo de casitreintañeros abre los ojos y descubre que la idílica calle de su infancia se ha convertido en la paupérrima avenida de un lejanísimo suburbio de Nueva York ("más lejos que Queens, más lejos que el Bronx"), en mitad de ninguna parte, y que los adorables peluches, primos hermanos de los de Barrio Sésamo, son sus vecinos y están tan colgados como ellos. Pese a los diálogos sardónicos y las ocasionales gotas de cinismo y humor negro, Avenue Q acaba decantándose un poco hacia el cuento de hadas: tal vez de otra forma no hubiera durado siete años en Broadway (ahora en el off) y en el West End. Se abordan "temas adultos" (sexo, racismo, homosexualidad secreta, etcétera), pero en un tono lo suficientemente benévolo como para que el público familiar no huya a escape. Quizás arruguen un poco las cejas en la (divertidísima) escena del polvo peluchesco, pero de ese polvo no saldrá ningún lodo dañino para la taquilla. Una de las grandes bazas de Avenue Q es la imaginativa mezcla de actores y marionetas, con manipulación a la vista: al cabo de un rato, la extrema habilidad de los actores hace que "te olvides" de su presencia y te concentres en los muñecos. Lo de la mezcla es un poco complicado de explicar. Por alguna razón, hay tres personajes "humanos" y el resto son marionetas. Del mismo modo, distintos actores manipulan y dan voz a una misma marioneta. O la manipulan unos y cantan otros. O dan voz a dos o tres marionetas distintas. En fin, da igual: lo hacen muy bien y te encandilan. Hay otra cosa curiosa: uno de los personajes "humanos" está basado en una persona real, Gary Coleman. Pocos se acordarán de él: era el niño actor que interpretaba a Arnold en la serie (últimos setenta) del mismo título. Gary Coleman, fallecido el pasado mayo, fue un niño prodigio. Ganaba la friolera de 70.000 dólares por episodio, pero sus malvados tutores le dejaron en la ruina. Cayó y cayó y acabó malganándose la vida como segurata, en un barrio como el de Avenue Q. Jeff Whitty, autor del libreto, lo convierte en el portero del edificio donde viven los protagonistas: el emblema perfecto del contraste entre las ilusiones y la realidad. Lynch hizo algo parecido (y más perverso) colocando al tetrapléjico Richard Pryor como mascarón de proa de la realidad degradada de Lost Highway. Cuento todo esto porque es una buena historia y porque, a mis ojos, Coleman bien podría ser la huella visible de un "relato anterior", de la voluntad primera de hacer un musical más ácido y surreal. Hay otra ingeniosa idea que también parece venir de ese negociado malévolo: los "Ositos de las Malas Ideas", una pareja de superyós tiránicos de aspecto adorable que proponen barbaridades a los protagonistas, pero desaparecen, curiosamente, a media función. Sea como fuere, pese a sus caídas en el merenguismo, pese a una trama delgadita y estirada como un chicle, el musical funciona: el encanto y la alegría contagiosa de canciones y diálogos suplen la falta de pegada. Las canciones de Jeff Marx y Robert López, para mi gusto (y para mi oído) se dividen en dos ligas: las que muestran buenas influencias y las que no. It Sucks To Be Me (aquí "qué mierda ser yo"), la mejor, la más pegadiza, es hijísima de Sondheim. Como The Money Song, casi al final. Hay una obvia hija de Dorothy Fields y Cy Coleman: The More You Luv Someone. Y una del William Finn de Falsettos: If You Were Gay. Y, curioso, una que podría haber firmado el Steven Merritt de 69 Love Songs: My Girlfriend Who Lives in Canada. En la liga perdedora están las baladas (I Wish I Could Go Back To College, Mixtape, Fantasies Come True, etcétera), que parecen notas a pie de página de la partitura de Sonny Curtis para The Mary Tyler Moore Show. Las letras, traducidas por Miguel Antelo, tienen chispa y siguen (hecho insólito) los preceptos elementales de la gramática española. Soy consciente de que no es cosa fácil encontrar la equivalencia castellana de frases como "rub your dick and double click" (en Internet Is For Porn), pero Antelo ha hecho una muy buena versión. También me ha gustado mucho, mucho, mucho el trabajo de los actores/cantantes, dirigidos por la gente de Yllana, y suena estupenda la orquesta a las órdenes de Julio Awad. Los cómicos rebosan ritmo e inyectan una energía constante a sus personajes, pero sobre todo han roto con una maldición: hasta ahora, la mayoría de los "musicales de franquicia" llegaban sin alma y con voces clónicas cuyo máximo norte parecía ser el engolamiento y la melaza de Operación Triunfo, cuyos daños colaterales aún tardarán en extinguirse. Aquí no hay nada de eso: hay poderío vocal, flexibilidad de tonos, gracia y, benditos sean los dioses, naturalidad. Ángel Padilla es Princeton, el licenciado que acaba de llegar al barrio, y Rod, el gay secreto que sale del armario. Inma Mira se luce también en el difícil doblete de Kate, la dulce monstruita, y Lucy La Guarra (borda Special, el número cabaretero). Leo Rivera es Trekkie (la versión freak del Monstruo de las Galletas) y Nicky (el compañero de piso de Rod). Pablo Muñoz es Brian, el cómico fracasado. Thais Curia es la terapeuta japonesa Merry Christmas. Atención a la actriz y cantante Mayka Sitté, que encarna a Gary Coleman y arrasa en un par de números: You Can Be As Loud As Hell When You're Making Love, un furioso rythm & blues que retumba, obviamente, durante el polvo de Princeton y Kate, y Schadenfraude, la canción más ácida del lote, sobre la eterna satisfacción que nos producen las desgracias ajenas. También hay que aplaudir la dirección de marionetas, en manos de Eduardo Guerrero; y la efectiva escenografía de Anna Tusell. Bravo para ese brillante y entregadísimo equipo.
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