Crónicas de un muchacho tristón
Una silla de tapizado rojo, una guitarra acústica y un par de micrófonos, el convencional y un segundo para los efectos de voces. El hombre de la camisa a cuadros no precisa de mucho más equipaje para acaparar el escenario, impregnarlo todo de una embaucadora tristeza y embobar, una vez más, a un público que en muchos casos ya le había visto pero sigue adorándolo. El trovador anda por los 38 años, barrunta la crisis de la mediana edad y ha llegado desde Seattle para hacernos partícipes de sus desvelos. Aunque escuezan.
Las visitas de Damien Jurado comienzan a adquirir rango de acontecimiento. La de anoche constituía, desde luego, una de las escalas más esperadas en estos Conciertos Sublimes del Teatro Lara, un ciclo de actuaciones bautizado con saludable e inequívoca ironía pop. Aunque siempre quedará la posibilidad de que para la próxima temporada los denominen Conciertos Insomnes, si tenemos en cuenta que apenas faltaba un cuarto de hora para la medianoche cuando el señor Jurado tuvo a bien rasguear el primero de sus acordes.
El trovador anda por los 38 años y barrunta la crisis de la mediana edad
El tiempo, esa fruslería. Con Damien Jurado conviene olvidarse de las premuras, los trajines y el fragor que produce la batalla cotidiana. Mejor entornar los ojos (como hace él) y dejarse llevar por un cancionero que, sin ser pegadizo, termina enamorando a golpe de sinceridad y desolación. Jurado no sabe de estribillos, pero sí de emociones. Y parece siempre inmerso en un viaje por caminos polvorientos e improbables en los que encontrar un destino específico adquiere la condición de entelequia.
El año pasado andaba arrastrando los estragos del desamor, y se revolvió frente a tanta amargura con un trabajo descarnado pero extrañamente animoso, Caught in the trees. Para esta temporada nuestro prolífico cantautor regresa a los cuarteles de invierno con un álbum, el noveno, que quintaesencia la fragilidad, el frío aliento de un lobo solitario y el minimalismo de quien siempre prefirió el blanco y negro al despilfarro cromático. Lleva por título Saint barlett y anoche, mientras lo desgranaba, la imaginación nos acercó hasta aquel Neil Young que a principios de los 70, sin más armas que media docena de cuerdas y un puñado de versos emocionantísimos, pulía el cancionero que acabaría convirtiéndose en After the gold rush.
Damien habla poco, pero no renuncia a la ironía. Presentó Arkansas como "la única pieza animada que escucharán esta noche, aunque, la verdad, la letra es muy poco feliz". Con anterioridad ya le había dedicado un tema a Delta Airlines por los malos tratos que inflige a su guitarra durante los desplazamientos. Se le escapan unas lágrimas hablando de su hijo, de diez años, mientras presenta I'm still here.
Antes de todo esto había abierto boca Dani, la cuarta parte de Le Traste, una banda torturada hasta en la expresión corporal: el cantante coloca el micrófono muy bajo y se obliga a actuar encorvado, como si estuviera en un permanente escorzo dolorido. Canta en inglés (que es, para qué insistir, un vicio muy extendido) y mastica las sílabas, las estira y vocea con un pathos no muy alejado del de Eddie Vedder. Lo cual no está nada mal, claro, y le concede un encanto indudable a piezas originales como Until life goes on.
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