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Columna
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Tiempo de descuento

Las imágenes son estremecedoras. El portero de la Roma no deja de llorar durante cinco minutos, el tiempo que resta hasta la conclusión del encuentro. Sucedió este fin de semana. Julio Sergio recibió un fuerte golpe en el tobillo y tuvo que aguantar el dolor y la impotencia hasta el pitido final. Su equipo había agotado los cambios y, además, jugaba ya con un hombre menos.

Julio Sergio intentaba contener las lágrimas con sus guantes naranjas, poniendo aquel torpe dique de goma y látex sobre su cara desencajada por el llanto. Cojeaba mientras se derretía de sufrimiento sin perder de vista el balón. En algún momento se sentó en el césped apoyando la espalda en el poste, buscando algo de consuelo en la madera y en el juego desplazado al campo contrario.

Madrid es una ciudad demasiado grande como para encontrar consuelo fácilmente

El fútbol es una metáfora de la vida. La rivalidad, el compañerismo, la superación, el éxito o el fracaso, la esperanza, la injusticia, la sorpresa, la recompensa, el tiempo limitado... todo está representado en la danza, en la guerra de los estadios. Y, sin embargo, la escena del guardameta brasileño con su tobillo maltrecho y sus lágrimas sobre el rostro sulfurado fue insólita. Estamos acostumbrados a ver a los jugadores llorar al término de partidos cruciales. La victoria o la derrota les abate sobre la hierba, sobre sus propios brazos o los del compañero donde purgan su frustración o descargan su euforia. Sin embargo, casi nunca lloran durante el partido.

También es difícil vernos llorar en el día a día. No al final de la jornada, sobre la almohada o en la intimidad de un baño, sino a plena luz del sol o del neón de la oficina. Aunque somos miles de madrileños quienes desearíamos derramar lágrimas mientras esperamos el metro, cuando cruzamos pasos de cebra o mientras usamos el ordenador. Madrid es una ciudad demasiado grande como para encontrar consuelo fácilmente, amistades o familiares que acudan rápidamente a servirnos de cortafuegos de tristeza. Y, a la vez, Madrid es demasiado pequeña como para desinhibirnos de la vergüenza de mostrar nuestro duelo en público. Casi nadie llora por la calle en esta capital, no se muestra la pena líquida como en los pueblos donde todos conocen las desgracias vecinales, donde se encuentran los abrazos en los bares y las plazas. No se llora aquí como en Nueva York, donde una lágrima se ignora como un crimen.

Quién no vive con un llanto contenido, capaz de liberarlo sin esfuerzo, simplemente pensando en ese lugar malherido del alma. No solo por la propia supervivencia, sino por cortesía, cauterizamos el dolor ante los compañeros del trabajo, incluso ante los amigos y ciertos familiares. Por no contaminar con nuestra desdicha a quienes queremos. Las lágrimas siguen siendo un tabú tanto en la vida adulta como en el tiempo de partido.

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Al hacerte mayor sucede que, de repente, comprendes que ya no hay cambios. Lloras por la muerte de un familiar, por una ruptura amorosa, por una catástrofe profesional asumiendo que hay que seguir sobre el campo, que nadie nos reemplazará en nuestra posición de huérfanos, de amantes despechados, de nuevos parados. Ni siquiera se detiene el encuentro de la vida un segundo para que podamos aliviar nuestro malestar a solas, en el vestuario de nuestra casa, atendidos por profesionales. Tenemos que seguir en pie, como Julio Sergio, sin perder de vista el balón, la esfera de la realidad.

Hay personas que no lloran. Hombres y mujeres incapaces de permitirse esa licencia. Su padecimiento es seco, sordo, de tormenta de arena. Quizá no por pudor, ni siquiera por coraje, simplemente por educación o estoicismo conservan la pupila ilesa frente a los sablazos del destino. Quizá exorcizan su aflicción con el silencio, con la introspección. Tuve un amigo en la adolescencia a quien pregunté cuándo lloró por última vez (yo entonces lo hacía con frecuencia, especialmente sensible a los desengaños amorosos, a los suspensos y al descontrolado acné). Respondió: "Supongo que a los seis años. Me darían un balonazo".

La mayor parte de la gente contiene la pena salada con la presa de la templanza. Pero también existe ese grupo de personas que llora en los ascensores, en las salas de espera, en los semáforos, en los taxis. No son muchos. A mí me gustan estos últimos. Los que viven la vida como Julio Sergio el tiempo de descuento.

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