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Columna
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Políticos (II)

Cada vez se encuentra uno con más ciudadanos dispuestos a obsequiarte, sin tú pedirlo, con un discurso más o menos elaborado acerca de la ineficacia o inutilidad manifiesta que muestran los políticos españoles contemporáneos a la hora de resolver los asuntos que son de su estricta competencia. La gran mayoría de ellos cree, con razón o sin ella, que sus representantes en las instituciones están demasiado ocupados en mantenerse en el cargo, disponen de una irrefrenable tendencia al trapicheo y corruptelas varias, y, en general, parecen trabajar más para sí mismos que para los ciudadanos que los eligieron.

No es que me parezca mal que lo hagan, pero me sorprende que esta aguda capacidad analítica que ahora manifiestan de manera tan abierta haya estado ausente durante los largos años de esplendor financiero e inmobiliario que precedió al desastre actual; como si las debilidades exhibidas por nuestros políticos no fueran más que la inevitable consecuencia de éste. Lamento defraudarles, pero el fenómeno es cualquier cosa, menos original. Todo lo que pensamos sobre los políticos, sea lo que sea, ya fue pensado antes por alguien de mucha mayor enjundia intelectual, poniendo de manifiesto que el problema, lejos de ser coyuntural, tiene raíces muy profundas (y muy antiguas). El escritor suizo Louis Dumur, por ejemplo, contribuyó oportunamente al debate, ya a comienzos del S. XX, al afirmar que la política es el arte de servirse de los hombres haciéndoles creer que se les sirve a ellos; mientras Bertrand Rusell, lógicamente, optaba por una teoría mucho más filosófica. Los científicos, decía, se esfuerzan por hacer posible lo imposible; los políticos, por hacer lo posible, imposible. Una aparente exageración que, sin embargo, se corresponde bastante bien con nuestra reciente experiencia vital.

Pero han sido muchas veces los propios políticos los encargados de desmitificar su oficio con una sinceridad digna de elogio. Charles de Gaulle, que era uno de ellos, llegó a afirmar sin rubor alguno que puesto que los políticos nunca creen lo que dicen, se sorprenden cuando alguien sí lo cree. Y Sir W. Churchill confesó, haciendo gala de ese proverbial cinismo que le caracterizaba, que el mejor argumento en contra de la democracia era una conversación de cinco minutos con el votante medio (dejando bastante claro la escasa admiración que profesaba por quienes le habían convertido en Primer Ministro).

O sea, que aunque a los políticos españoles pueda asignársele un plus de desvarío e incompetencia, achacable sin duda a nuestra corta experiencia democrática y a la enorme cantidad de metros cuadrados que tuvieron que enladrillar para "poner al día" nuestras ciudades y costas, en todo lo demás se parecen mucho al arquetipo de político universal que nunca pasa de moda.

Critiquemos pues a los políticos cuanto queramos, pero no esperemos demasiados milagros. La democracia, al fin y al cabo, es el proceso que garantiza que no seamos gobernados mejor de lo que merecemos. Algo que, por cierto, también dijo el propio Churchill; muy acertadamente en este caso.

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