Servicios mínimos
Crepitaron las uñas entre dientes y fluyó el sudor a cascadas cuando la otra tarde millones de padres atribulados se enteraron de que los servicios mínimos para la huelga del próximo día 29 establecen la presencia única del director en cada centro educativo. Ese es al menos el pacto a que se ha llegado en Andalucía; más al norte, donde gobiernan gentes que otean el horizonte en direcciones contrarias, encuentran que el director puede sentirse demasiado solo en la inmensidad de su colegio y proponen buscarle compañía con la mitad de la plantilla, incluyendo algún conserje. Los padres se mordisquean hasta desmocharse los dedos y empapan paquetes y paquetes de clínex con su acongojado sudor porque ven que el director es sólo uno y los problemas muchos; no parece concebible abandonar a una sola persona a cargo de centenares de criaturas que pueden lesionarse en el recreo, tragarse la goma de borrar o escupir al compañero, por no hablar del régimen de clases severamente trastornado dejando sin impartir la tabla de multiplicar, las capitales de provincia y esas cosas que enseñan los maestros; ante tal panorama aterrador mejor mantener al rapaz en casa, con el tebeo y la consola, y permitir que esta jornada de desorden pase sin mayores duelos. Bueno. Abrigo la sospecha de que el modo en que ciertos medios han ofrecido la información al público ha sido, digámoslo así, un tanto confusa. Afirmar que en los centros educativos sólo estará el director no es correcto del todo; afirmar que en los centros educativos sólo se garantiza la presencia del director parece algo más apropiado, amén de tranquilizador; afirmar que el director es el único trabajador que necesariamente estará allí el día de la huelga, si bien no suficientemente, se aproxima más a la diana. En realidad esto que escribo tiene por objeto apaciguar las angustias de los padres que siguen rompiéndose los dedos en su morder: o mucho me equivoco o los directores de los centros públicos no van a quedarse solos.
Llevo unos días haciendo una encuesta encubierta entre mis compañeros de profesión, que es la docencia, y por todos lados recibo la misma, unánime conclusión: nadie va a dejar de trabajar. Y no les culpo. Yo mismo, por mi cuenta, aprovecho este recuadro para comunicarles a ellos y a todo el que quiera leerme que no pienso hacer huelga y que cuento con motivos bien sólidos y verticales para sostener mi decisión. Para empezar, si bien el recurso a la huelga está más que disculpado por la situación que padecemos, el modo en que se ha planteado adolece de faltas sin cuento que comprometen seriamente su utilidad o su uso. Dudo muy mucho que veinticuatro horas de paro concertado, aquí y allá, vayan a derogar una ley que prácticamente ya tiene el camino expedito y que consta negro sobre blanco en los archivos y las tribunas: habría tenido sentido movilizarse cuando esa ley se hallaba en gestación, o cuando se preparaban las condiciones para que la perpetraran los cuatro responsables del magnicidio, pero ahora resulta meramente testimonial, o tonta. Luego, no me fío un pelo de esos sindicatos que ahora denuncian a voz en cuello la maldad de un gobierno con el que hasta anteayer han estado sentándose para compartir la empanada. Si hubieran estado realmente comprometidos con el trabajador y la coyuntura que le agobia, me da a mí que habrían empezado a quejarse antes; que habrían emprendido acciones más drásticas, perentorias, brutales; que nos incitarían no a una huelga de pataleo que no va a servir absolutamente para nada, sino a uno o dos meses de paralización del país; que no temerían desairar a un gobierno al que le unen muchas copas de champán y mesas compartidas y al que nadie se cree en serio que persigan castigar. Por eso, que respiren los padres: muchos no nos quedaremos en casa.
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