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Columna
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Santa Bárbara

El oficio de político nunca fue de los más valorados. Ni falta que hace. La admiración debe reservase para quien la merece: los poetas, los médicos de familia, unos cuantos maestros con vocación y algunos panaderos honrados. Pero aún así las últimas encuestas son alarmantes. Si nos guiamos por los datos del CIS, la gente estaría dispuesta a cambiar de acera con tal no cruzarse con un político por la calle. Motivos no faltan. Desde que estrenamos democracia, no creo que haya existido otra época en que en la política haya habido tantos descerebrados por metro cuadrado. Con decir que un sindicato como la UGT, con más de cien años de historia, ha tenido que recurrir a Rodolfo Chiquilicuatre para llamar a la huelga general, está todo dicho. Tampoco resulta nada tranquilizador ver al líder de la oposición y candidato al Gobierno haciéndole promesas estrambóticas a un apóstol de madera policromada, pidiéndole el oro y el moro entre otras mercancías electorales. Puestos a elegir, prefiero a la gente que habla sola por la calle cuando no tiene dinero en el bolsillo o cuando su corazón es un húmedo y anhelante otoño.

En tiempos normales lo único que cabe esperar de un buen gobernante es que no incordie y se limite a dejar que las cosas funcionen. O sea, que los trenes salgan a su hora, las cartas lleguen a su destino y siga habiendo periódicos en el quiosco de la esquina. Pero cuando hay marejada en el Estrecho, se les exige algo más.

Es entonces cuando se echa de menos a los políticos de raza. Gente en la que nadie se fijaría en circunstancias normales, pero que posee una voluntad extraordinaria para dar la talla en momentos críticos. Pedro Solbes, por ejemplo, un hombre más bien soso, perfectamente diseñado para dar el pésame, pero tan de fiar como un marinero viejo. Un socialista que cree en la contabilidad con la misma pasión que otros dedican a los paraísos perdidos. No se trata de ideología. Es otra cosa. Ahí tienen a Rudolf Giuliani. Fue policía, boxeador, fiscal y alcalde de Nueva York. Se equivocaba en los discursos, los niños lloraban cuando los acariciaba ante las cámaras. El 11 de septiembre de 2001 era un político acabado y enfermo de cáncer. Pero durante aquellas horas de horror, con el presidente escondido en una madriguera y el mundo entero en estado de shock, los americanos vieron junto al World Trade Center un tipo calvo, cubierto de polvo, dando órdenes por un megáfono. Era Rudy y estaba al mando.

Lástima que en ninguno de los dos partidos mayoritarios, entre militantes, simpatizantes, arribistas o medio pensionistas, haya candidatos de ese temple. Gente de una pieza, con muchas horas de negociación a las espaldas, viejos maestros del oficio tan poco simpáticos como eficaces, de los que solo nos acordamos cuando truena. Como de Santa Bárbara.

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