Basilea III aprieta, pero no ahoga
Desde que la crisis financiera internacional alcanzase su punto crítico hace justo dos años (el 15 de septiembre de 2008, con la quiebra de Lehman Brothers), las sucesivas cumbres del G-20 han ido marcando la agenda de reformas en la regulación bancaria internacional, proceso conocido como Basilea III. En este sentido, conviene recalcar que las autoridades reguladoras afrontaban una tarea realmente compleja: se trataba de fortalecer las condiciones de solvencia y de liquidez de las entidades bancarias y así superar los efectos y los fallos derivados de la crisis financiera actual, pero sin poner en peligro una recuperación económica que es altamente sensible a un flujo crediticio que podría verse dañado por endurecimientos excesivos en las exigencias de solvencia y liquidez.
El hecho de que las exigencias de capital sean dilatadas en el tiempo ha sido bien acogido por los mercados
En un ejercicio de equilibrios entre ambos objetivos (estabilidad financiera y no freno a la recuperación económica), el anuncio el pasado fin de semana de los nuevos requisitos de solvencia supone una solución salomónica: se incrementan las exigencias de capital (mucho más en calidad que en cantidad), pero con un calendario de implantación ciertamente dilatado y con unas contingencias que permitirán grados de flexibilidad en función de la evolución económica en cada país.
En primer lugar, el coeficiente de solvencia tradicional, a través del cual se establecen los requisitos de recursos propios mínimos de las entidades bancarias, no varía -sigue siendo el 8% de los activos ponderados por riesgo-, pero sí lo hace su composición, en el sentido de exigir una mayor calidad a dichos recursos en términos de su capacidad de aplicarlos a las posibles pérdidas de una entidad.
De ese 8%, sus tres cuartas partes tienen que ser recursos propios básicos (también llamados Tier 1), es decir, un 6%. A su vez, las tres cuartas partes de ese deben de ser capital y reservas (lo que se conoce como core capital), es decir, el 4,5% de los mencionados activos ponderados por riesgo. Este último elemento es mucho más relevante que antes no solo por su mayor cuantía (antes se exigía el 2%), sino también porque las diferentes deducciones sobre los recursos propios que se venían aplicando hasta ahora lo harán en el futuro sobre el core capital.
Donde sí ha habido un aumento en las condiciones de solvencia es en el nuevo colchón de conservación del capital, que será del 2,5%. Dicho colchón no forma parte de las exigencias regulatorias mínimas propiamente dichas (en el sentido de que su incumplimiento acarrearía la intervención) y puede reducirse en épocas de crisis para absorber las posibles pérdidas. Pero debe ser incorporado como norma por las entidades (lo que llevaría al 7% y al 10,5%, respectivamente, los niveles exigibles en cuanto a solvencia core y total) en la medida en que su incumplimiento daría lugar a restricciones en la distribución de sus beneficios o en los bonus a sus directivos.
Finalmente, y como complemento a los requisitos anteriores, cuando se registre un crecimiento del crédito que pueda considerarse excesivo, este colchón se verá suplementado temporalmente por otro de carácter contracíclico, para el que se fija el intervalo 0%-2,5%, y en todo caso sometido a la discrecionalidad de cada país.
Todos estos requisitos se deben cumplir en un horizonte temporal que abarca los años 2013 a 2019 -que no necesitamos detallar aquí-, de modo que las entidades bancarias pueden adaptarse a ellos de forma suave.
Un ejercicio de simulación realizado en AFI para 25 entidades financieras españolas que representan casi el 95% de los activos del sistema bancario permite concluir que este tendría capital suficiente para cumplir con los requerimientos definitivos, incluso sin considerar la retención de beneficios que podrán producirse hasta 2019.
En la distribución por entidades se pone de manifiesto que un 22% de los activos del sistema quedaría actualmente por debajo del 7% de core capital mínimo para no tener restricciones en dividendos o retribuciones. Esos requisitos, en todo caso, no serían exigibles hoy, de tal manera que de ese 22%, un 9% tendría margen hasta 2017 para generar beneficios con los que nutrir su solvencia; un 4% lo tendría hasta 2018, y solamente un 9% debería aumentar su capital en el año 2019. Esas necesidades de recapitalización ascenderían a casi 2.500 millones de euros, de los que menos de 900 deberían tener lugar antes de 2018.
El hecho de que las exigencias de capital sean bastante dilatadas en el tiempo ha sido acogido favorablemente por los mercados bursátiles, que temían que un calendario más apretado pudiera provocar un aluvión de emisiones de acciones en el corto plazo, con la lógica presión a la baja sobre los precios de las acciones.
En todo caso, esa conclusión no puede mover a la autocomplacencia en cuanto al reforzamiento de capital, pues está previsto que algunos instrumentos que ahora son computables como recursos propios dejen de serlo en el futuro al no cumplir las condiciones más estrictas que exige Basilea III en este terreno. Esto afecta sobre todo a las participaciones preferentes y a la deuda subordinada, para las que se prevé un periodo transitorio siempre que hayan sido emitidas previamente al 12 de septiembre.
No deja de ser llamativo que se haya puesto esta condición cuando no se han terminado de perfilar todos los requisitos que se exigirán a los elementos computables a partir de ahora, que las entidades que los emitan deben incorporar para no tener problemas con ellos en el futuro.
Otro ejemplo de posible incidencia particular para algunas entidades lo constituyen las aportaciones de capital público que hayan podido recibir como consecuencia de la crisis -en España, a través del FROB-, que dejarán de ser computables a partir de 2018.
La mayor calidad de los recursos propios que se deriva de Basilea III ha tenido ya en nuestro país una importante consecuencia sin ser todavía aplicable a las entidades. En efecto, dicha exigencia constituye uno de los principales ejes de la reciente reforma de las cajas de ahorros españolas, de modo que estas disponen a partir de ahora de varias posibilidades para captar dichos recursos propios en el mercado en condiciones que sean suficientemente atractivas para los inversores.
Ángel Berges y Francisco Valero son socios de AFI y catedráticos de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM).
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