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Prozack se llama Carlos Ordóñez

El músico gallego que ocupó la escena 'techno' de los 90 prepara nuevo disco en Lanzarote - Asegura que en la isla renovó su forma de componer

Cuando todo era tan nuevo, la revista Rock de Lux empezaba a interesarse por la electrónica de baile -mediados de los 90- y mucha gente que iba al club vigués Vademecwn todavía pensaba que el house era para moñas y el techno para chavales aguerridos, la música gallega traspasó fronteras. Mientras el lugués Arturo Vaquero editaba en el sello Jabalina como Humanoid, Carlos Ordóñez, que había asombrado en los festivales de Barcelona, publicaba dos álbumes de techno "áspero e introspectivo", según la crítica anterior a Internet, en la división electrónica de Elefant.

El maxi Electromotriz y su debut largo, Ideology, en CD y doble LP, grabaron el nombre de Prozack en los centros de producción de la escena dance internacional. Sin parar, Ordóñez mantuvo diversos proyectos entre el minimal house ensoñador de Gauss, la experimentación bailable de Radio (con Silvania) o el punk pop Grado 33 (con Alexandra Cabral cantó por primera vez), que suena un poco a Derribos Arias. El último Prozack empezó a despedirse con Tan lejos -como el éxito de Décima Víctima- y acabó en su preferido Dispersión (2000).

En Ibiza profundizó en el 'acid house', "lo más excitante desde el punk
El artista admira tanto a Mari Trini como a Robert Wyatt
Ahora afronta un pop eléctrico "de miras mucho más amplias"
Regenta un bar en Las Palmas, una ciudad que compara con Vigo

"Es el que más desapercibido pasó de todos", recrea Ordóñez (nacido en Burgos en 1972 pero vigués de adopción), dueño de una amplísima cultura musical. En conexión con sus primeras maquetas, aquel artefacto espeso incluía composiciones basadas en loops realizados con sintonizador de radio. "En aquellos años Mario (de Silvania) y Cocó (de Ciëlo), que luego nos dejaría de aquella forma tan trágica -el artista peruano fue asesinado en su apartamento de Madrid, y la prensa de derechas tituló por la homosexualidad-, fueron muy importantes en mi vida". Poco después, el postadolescente de los primeros años 90, que vive a caballo entre los bosques de Cotobade y las fiestas de Vigo, decide cambiar de rumbo.

Una crisis. En 2005 abandona Galicia. El todavía Prozack determina que no quiere "saber nada más del mundo del techno, ni de toda la carga negativa de la música de Prozack". Deja de existir como imagen de marca, pero la música se le recompone dentro. "En mi infancia había mamado todo el glorioso pop de los 80, mientras experimentaba con el sonido de gomas, cuerdas tensas y pastillas de sonido improvisadas. Grababa casetes con extrañas composiciones repetitivas, con capas y capas de guitarras envolventes y caja de ritmos a piñón fijo". Seventeen seconds, de The Cure, Heaven or Las Vegas, de Cocteau Twins, o New Order le marcarían "eternamente". Como la estética del sello 4ad -el debú de Bauhaus-, la Factory del post-punk o el house dramático de Detroit. Pero también Slowdive y, "en menor medida", My Bloody Valentine o Jesus and Mary Chain, asimilados para el dance español por Cocó.

Hubo un año "intenso y cargado de aventuras" en Ibiza, donde quizá buscó fósiles de acid house, "lo más excitante que ha sucedido en la música popular después del punk". El "destino", dice, le acercó justo después a Lanzarote, tras unas sesiones previas de "vuelos nocturnos dirigidos". Estudió Turismo, trabajó en hoteles y recuperó la música. "Aquí encontré toda la luz y todo el sol que mi brumosa Galicia siempre me había negado, y una paz de la que ciertamente andaba necesitado. La belleza de Lanzarote me enamoró al instante".

Entre paisajes surrealistas de lava y cráteres, silencio y caseríos blancos, el mismo artista que admira tanto a Mari Trini como a Robert Wyatt, que pasó un verano entero escuchando las dos marchas fúnebres para el final de los tiempos de Asmus Tietchens, ha redescubierto el rock progresivo. "Y también la música étnica, en especial la hindú". En Lanzarote renovó su forma de componer. "La idea era crear un disco basado sólo en la expresividad del loop, pero con alma de pop, y dedicado enteramente a la isla". También compuso instrumentales etéreos en plan shoegaze, "bastante tristes, con muchos componentes todavía de mi vida anterior". Todo eso es la base de un disco que pudiera llamarse El misterio de San Borondón, como la leyenda de la isla canaria que aparece y desaparece.

En un principio la idea era crear dos proyectos diferentes para dos álbumes, uno de puro pop electrónico, como Carlos Ordóñez, y otra historia más ambient. Al final, con el nombre completo, todo saldrá en el mismo trabajo. Quiere acompañarlo de imágenes y publicarlo en la Red -en la web iconoscopio.net ya hay un adelanto- este mismo año, pero no descarta el soporte físico. Es un pop electrónico "de miras mucho más amplias, más vivo y envolvente" que aquel Nómadas (2003), en ósmosis con el artista plástico Xoán Anleo, pop melancólico y ritmos robóticos antes de iniciar el viaje.

Ordóñez regenta desde hace un año, en Las Palmas, el bar Da Vinci. "Es una ajetreada y cosmopolita ciudad en la que se respira océano en todos sus rincones, con un enorme puerto omnipresente y un cierto caos en el que me siento muy cómodo". La noche ahora es otra, aunque "curiosamente Vigo y Las Palmas tienen muchas cosas en común". Allí pincha lo que se le ocurre cada fin de semana, lejos de festivales estandarizados con docenas de DJs peleándose por oficiar antes de que amanezca. "Carlos hacía techno coyuntural, pero su alma estaba pegada al pop por mucho que nunca le entrase el indie achiclado", corrige Víctor Flores, desde el Vademecwn DJ Viktor, la fama del Prozack "frío". Según dicta la tradición byroniana del pop, de la promoción se ocupará al final. Como antes, concluye, "pero con Internet".

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