La primera felicidad de la temporada
Como cada año, la fiesta barcelonesa en que RBA da a conocer al ganador (siempre es un hombre) de su premio de "novela negra" sirvió como pistoletazo de salida de la nueva temporada editorial. Y lo hizo en la misma semana en que se ponían a la venta dos o tres títulos que podrían volver a suministrar moderadas alegrías a los sufridos libreros, algo muy necesario tras un verano de pertinaz sequía en el que ni siquiera el texto escolar ha proporcionado atisbo de frescura. Las euforias larssianas y, en menor medida, dueñísticas -que retrasaron la percepción de la profundidad de la crisis en el sector- ya son historia. O, mejor: materia de una leyenda que los libreros analógicos contarán a sus nietos digitales cuando les hablen de los buenos viejos tiempos de un comercio cuyos productos llegaron a fabricarse con pasta de árboles muertos (llegados a este punto les dibujarán uno bien frondoso en el bloc de notas electrónico, para que se hagan una idea), y se almacenaban en grandes muebles diseñados para contenerlos que presidían la zona común de los hogares cultos. Pero ni la fiesta anual del grupo de Ricardo Rodrigo, ni los probables (y moderados) best sellers recién publicados han sido los únicos hitos de este inicio del curso. En esos mismos días, y por poner sólo algunos ejemplos más, Santillana se marcaba una nueva reestructuración con objetivos digitales; Galaxia Gutenberg -como estaba cantado desde el acuerdo de Círculo de Lectores con Planeta- abandonaba el lecho matrimonial que compartía con el viejo club de Bertelsmann (ahora sólo son buenos amigos); y, finalmente, en la editorial 451 -el sello de trayectoria meteórica de Edelvives- se lanzaban a los botes salvavidas los últimos (por ahora) supervivientes de la tripulación de un ballenero al que sus armadores parecen haber abandonado a su suerte, y no precisamente cerca de la costa de Nantucket. En todo caso, acudí a la fiesta de RBA, en la que se anunció oficialmente a las nueve lo que toda la ciudad sabía extraoficialmente desde las tres: que Harlan Coben, de nuevo un autor de la casa, había conseguido el sustancioso premio. Entre los asistentes había mucha gente guapa y (todavía) morena y algunos políticos más o menos nacionalistas en campaña (cuando a Coben se le escapó ante el micrófono -probablemente un lapsus inducido por el nerviosismo- que le "encantaba España" se pudo sentir un pequeño estremecimiento de incomodidad soberanista). Pero, además de todos esos personajes y personajillos (me incluyo, claro), también había, si se sabía esperar, una barra bien provista de excelentes maltas de las Highlands a cuyo disfrute me entregué (junto con la agente Mercedes Casanovas y algunos otros amigos) con un entusiasmo que ya no recordaba. Herralde -sobrio- me saludó dándome la mano izquierda (no porque me odie, sino porque llevaba el otro brazo en distinguido cabestrillo) y, como siempre, me habló apasionadamente de "sus" novedades ("¿no has leído 'el' Piglia?", me preguntó con un destello de ansiedad en sus ojos): cada vez que me encuentro con el editor-propietario de Anagrama no puedo evitar pensar que si yo fuera una hermosa y rica heredera sólo se interesaría por mi dinero. En fin, que el curso empieza y también la función, siempre distinta y siempre igual a la anterior. Mientras caminaba de vuelta al hotel -y la ducha fría- dando controlados tumbos melancólicos (el Macallan estaba delicioso) me vinieron a la memoria, inexplicablemente descontextualizados y con la insistencia de una letanía, unos versos de un libro inolvidable y antiguo de Martínez Sarrión: ¿No será que la vida es un puñado de moras / silvestres / y el disco no se raya nunca nunca?
Felicidad
Una rica (aunque no hermosa) heredera es también la protagonista de Washington Square, la novela de Henry James que devoré en un AVE de ida y vuelta (véase comentario anterior). El libro, publicado ahora por Alba, me llegó el día antes del viaje, justo cuando decidía la lectura que llevaría conmigo. Hacía muchos años que no lo leía, de manera que recordaba muy difusamente su trama, lo que me animó a echarle un vistazo tan pronto encontré mi asiento (en esta ocasión no tenía al lado a ningún viajero impertinente y gritón colgado a su móvil). Inmediatamente, y ayudado por la admirable traducción de Catalina Martínez Muñoz (sólo me sobresaltó ligeramente, y estoy seguro de que es problema mío, que tradujera pin-prick por "rejonazo"), me sumergí en una historia cuya absoluta perfección narrativa había olvidado. Miren: lo bueno de enfrentarse a una obra maestra es que revela hasta qué punto nuestro nivel de exigencia literaria (y -ay- el de una porción de la crítica) ha descendido merced a la muy extendida falacia del "tanto vendes, tanto vales" y de la consiguiente dictadura del best seller. Los medios y la industria nos han acostumbrado a considerar -como apunta Magris en un artículo incluido en Alfabetos (Anagrama)- que el éxito y la audiencia de un libro le confieren automáticamente cierto peso cultural o moral. Y no siempre es así: de hecho, la ecuación entre éxito y valor (permanente) tiende a ser poco frecuente en literatura. Cuando se leen novelas como Washington Square se (re)descubre no sólo que su autor es un contemporáneo que tiene mucho que decirnos -a pesar de la lejanía del mundo que refleja- sino también que las (grandes) novelas son instancias insustituibles de conocimiento y fuentes de verdadera (y asequible) felicidad y consuelo. Y es en ese sentido en el que sí puede afirmarse que hay libros que le cambian a uno la vida o, al menos, le ayudan a llevarla mejor. Me sumergí en la sutil y banal historia de Catherine Sloper, a la que todos los demás personajes -y, a veces, también el astuto narrador- consideran "tonta de remate", con la sensación de estar participando en una maravillosa aventura intelectual diseñada por un mago que realmente conoce su oficio y que modela su voz y su ironía para hablarnos más allá de lo que nos muestra de modo tan convincente. Frente al realismo ramplón y la impericia técnica de algunas novelas más o menos bestseléricas -jaleadas por un sector de la crítica que se somete alegremente a la dictadura de las novedades (y a la mercadotecnia editorial)-, Washington Square brilla con luz propia. Releerla ha sido reencontrarme con esa alegría que sentimos cuando nos enfrentamos a una historia -por "menor" que esta sea (y la trama exterior de Washington Square lo es en grado sumo)- impecablemente construida, sin fisuras técnicas, sin desfallecimientos narrativos, que funciona como un delicado mecanismo bien engrasado y en el que todas las piezas se hallan donde deben estar. De vez en cuando, y para saber dónde me encontraba, tenía que levantar la vista del libro y mirar un instante el paisaje que se deslizaba velozmente al otro lado de la ventana. Washington Square es de esos libros que le hacen sentirse a uno mejor y, también, más adulto e inteligente. Una lección de literatura más barata que un trimestre intensivo en una escuela de escritura creativa.
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