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Crítica:PURO TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El retorno de Rattigan

Marcos Ordóñez

Su triunfal debut en 1936 con French Without Tears le convirtió en el monarca del West End. Vivía en Mayfair, vestía trajes de Savile Row, ganaba cien libras a la semana y pasó de conducir su Rolls a pilotar un avión ametrallador de la RAF. Después de la guerra enlazó una cadena de éxitos: Flare Path (1942), The Winslow Boy (1946), The Browning Version (1948), The Deep Blue Sea (1952) y Separate Tables (1954). Obras vivas, conmovedoras, complejas, maravillosamente escritas. A finales de esa década, el Royal Court marcó la pauta del nuevo teatro, con Brecht, Beckett y Osborne como santísima trinidad, y Rattigan fue destronado. "Sólo sabe hacer pièces bien faites", escribió, desdeñoso, Kenneth Tynan, el portavoz de los jóvenes dramaturgos. En su boca, y en la de muchos como él, el término "obra bien hecha" era un salivazo: teatro antiguo, convencional, conformista. Sus obras anteriores eran más complejas de lo que parecían, y lo mismo cabe decir de Men and Boy (1963), In Praise of Love (1973) y Cause Célèbre (1977), pero es tarea difícil sobrevivir a una etiqueta: tuvieron que pasar diez años de su muerte para que lo consiguiera. Comenzaron los revivals y la reconsideración. Michael Billington, el crítico de The Guardian, escribió una verdad certísima: "Pocos dramaturgos se han adentrado tanto en el corazón humano como Terence Rattigan". En los noventa, Mamet fue uno de sus apóstoles en Estados Unidos: llevó a la escena y luego al cine The Winslow Boy y reivindicó su escritura y su ética: el honor, el coraje, la elegancia bajo presión. En España no tuvo segundo acto. Fue muy representado en los cincuenta y luego, como en Londres, dejó de montarse.

Lo que realmente ha cautivado al público ha sido un texto que sigue exhalando fuerza y verdad 70 años después de su estreno
Sin que nos demos cuenta nos encontramos, con el agua al cuello, en las arenas movedizas de Chéjov: falsa vitalidad, deriva, adicción al vacío

Este año se conmemora en el Reino Unido el centenario de su nacimiento con reediciones de sus comedias, prologadas y anotadas por Dan Rebellato; con sendas biografías, a cargo de Geoffrey Wansell y Michael Darlow; con una nueva versión cinematográfica de The Deep Blue Sea a cargo de Terence Davis y, en escena, con la exhumación de uno de sus mejores y más olvidados trabajos, After the Dance, que ha sido el gran éxito de la temporada en el National. Parte del taquillazo se debe al reclamo de su protagonista, el joven actor Benedict Cumberbatch, muy popular por su serie Sherlock en BBC One, y al impecable reparto, formidablemente dirigido por Thea Sharrock, pero lo que realmente ha cautivado al público ha sido el descubrimiento de un texto que sigue exhalando fuerza y verdad setenta años después de su estreno, y revela lo mucho que le deben a Rattigan autores como Tom Stoppard y David Hare.

Estrenada en 1939, After the Dance fue su segunda obra, con la que consiguió saltar más allá del humor delicioso pero intrascendente de French Without Tears retratando a la generación de sus hermanos mayores, el equivalente londinense de los "hijos de la Era del Jazz" en Nueva York, de los que se consideraba -para bien y para mal- heredero y continuador. Entre la dureza crítica de Un puñado de polvo de Evelyn Waugh y el réquiem elegiaco de Babylon Revisited de Scott Fitzgerald, la obra transcurre cuando está a punto de estallar la Segunda Guerra Mundial, y sus protagonistas, rozando la cuarentena, pretenden seguir viviendo, de fiesta en fiesta, en el eterno domingo loco de sus veinte años: "Nunca fuimos brillantes y ahora ni siquiera somos jóvenes", dice Reid, el personaje más amargamente lúcido de la función, aludiendo al remoquete ("Bright Young People") con que les bautizó la prensa sofisticada de la época.

After the Dance tuvo críticas superlativas, pero escaso público, tal vez porque no era la comedia ligera que esperaban y les recordaba la inminencia de una guerra que no tardó en llegar. Por su deslumbrante composición, por la sabia manera en que se van desvelando los personajes y por la potencia emocional de situaciones y diálogos, cuesta creer que su autor sólo tuviera veintiocho años cuando la escribió. Rattigan consigue un soberbio retrato femenino en la figura de Joan (Nancy Carroll), la esposa de David Scott-Fowler (Benedict Cumberbach), el escritor peterpanesco y alcohólico, y ciñe un tema tan sutil como exquisitamente modulado: la lenta destrucción de una mujer que, por amor a su hombre, adopta una máscara (la flapper ingeniosa y despreocupada) y descubre, cuando ya es tarde, que sólo era una estrategia para cortar de raíz cualquier sentimiento.

La obra comienza, ciertamente, como si estuviéramos en Cowardlandia (réplicas centelleantes, champán francés a las nueve de la mañana) y sin que nos demos cuenta nos encontramos, con el agua al cuello, en las arenas movedizas de Chéjov: falsa vitalidad, deriva, adicción al vacío. Hay un enfrentamiento generacional sin cartas trucadas -Rattigan no oculta los lados oscuros de los veinteañeros Peter (John Heffernan), que se rinde demasiado pronto, y Helen (Faye Castelow), una temible alma pura de vocación redentora- y la aterradora escena central de la fiesta, que ocupa casi todo el segundo acto, por la que Joan, cada vez más desesperada, vagabundea sin poder abrir a nadie su corazón, fingiendo liviandad y reiterando ocurrencias, como una mariposa atrapada en una telaraña art déco: un tour de force de escritura, interpretación y puesta en escena. En el último acto, cuando la desolación ya ha cortado de raíz cualquier espuma, crece extraordinariamente el personaje de Reid (Adrian Scarborough), que protagoniza un careo implacable con David sin que Rattigan le eleve en ningún momento a raisonneur inmaculado y moralista: escapará de la jaula a sabiendas de que ha malgastado su vida y el sol de su futuro es una bombilla fundida.

After the Dance sería una pieza ideal para cualquiera de nuestros teatros públicos. De momento, y dado el éxito, cabe esperar su salto al West End. Hay una nueva cita con Rattigan, también a las órdenes de Thea Sharrock: en marzo monta Cause Célèbre en el Old Vic, sobre el famoso caso de Alma Rattenbury, una reina de belleza de los "felices veinte" condenada, junto a su joven amante, por el asesinato de su marido.

Faye Castelow y Benedict Cumberbatch, en una escena de <i>After the Dance</i> en el National Theatre de Londres.
Faye Castelow y Benedict Cumberbatch, en una escena de After the Dance en el National Theatre de Londres.JHAN PERSON

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