Maraña de piedra y naranjos
Un recorrido a pie por los lugares más sugerentes de la Judería de Córdoba
Al otro lado del Guadalquivir, junto a la Torre de la Calahorra, una postal de Córdoba : un muro de la Mezquita, las almenas del Alcázar de los reyes cristianos, la insinuación de un casco viejo descrito como dédalo, retícula, filigrana, laberinto... Aquí se comprenden las metáforas: ciertas palabras no se deterioran por mucho que se abuse de ellas en las agencias de viajes. Visitar esta ciudad es disfrutar de un buen libro por vez primera o releerlo sin que nos desilusione ahora que hemos crecido. Atravesamos el puente romano y el Arco del Triunfo. El muro de la Mezquita se agranda poco a poco y, a su alrededor, las calles culebrean. En una placita ajardinada se alza la columna de San Rafael. En Torrijos, una de las calles que rodean la Mezquita, está la oficina de turismo y una parada de coches de caballos que no dan lástima. Tiendas y hostales: "Está muy bien situado", le dice a un viajero que llega otro que se va...
Es imposible desprenderse del magnetismo de la Mezquita, de la llamada de su jardín. El patio de los Naranjos huele a azahar entre sol y sombra. La gente se tumba, lee, conversa y, como tantos cordobeses, se convierte en poeta o filósofo: medita. Hay que vencer el inmovilizante misticismo aromático y penetrar en la simetría del bosque de columnas: el efecto del reflejo dentro del reflejo se desordena si adoptamos perspectivas diagonales; entonces, la sensación de amplitud se emborrona y las columnas siempre esconden algo detrás. El mihrab en el muro de la quibla se orienta hacia el Sur como en Damasco. Duermen en sus tumbas Garcilaso el Inca y Góngora. La catedral creció dentro del bosque como uno de esos líquenes parasitarios que llegan a ser hermosos.
Instantánea a contraluz
La Mezquita es laberinto simétrico -neurótica regularidad del copo de nieve- dentro del laberinto-maraña de la Judería : Deanes, Céspedes, Cardenal Salazar, antes de llegar a los baños árabes de Velázquez Bosco, el callejón de las Flores desemboca en una plazuela desde la que, mirando por el agujerito de la calle, se capta una instantánea kitsch de la torre de la catedral entre geranios... Delantales con volantes, carteles de Montilla-Moriles, fritanga y, entre el bullicio, blanco y albero, calles silenciosas y estrechísimas que encierran joyas: la capilla mudéjar de San Bartolomé nos recibe con su palmera asentada sobre un mojón terroso encerrado en una trenza de cantos. Enfrente están las tiendas del zoco, cuya salida a la calle de los Judíos nos conduce a la sinagoga, en el número 20, y a una casa con patio andalusí, en el 12. Judíos, desnuda, es calle para hacerse una foto a contraluz.
Traspasando la puerta de Almodóvar, bordeamos la muralla por el Kairouam hasta la estatua de Averroes y las terrazas del callejón de la Luna, para salir al Campo Santo de los Mártires donde se encuentra el Alcázar de los Reyes Cristianos, al que nos da la bienvenida una chulesca estatua con la pierna adelantada: son espectaculares los jardines de piscinas, las calas y cinerarias, el olor a vegetación. Más allá del Alcázar, las caballerizas reales y, en San Basilio, alguno de los patios más hermosos de esta Córdoba tapada e indiferente que a ratos se descubre.
Hay barrios agradabilísimos como Santa Marina y espacios de fantasmagóricos nazarenos como la plaza del Cristo de los Faroles; nosotros regresamos a la Mezquita, y por la calle de la Encarnación, cruzando Rey Heredia hacia Horno de Cristo, llegamos a la plaza arbolada de Jerónimo Páez: el Museo Arqueológico, con su patio de estatuas, evoca una Córdoba romana cuyos vestigios recorren el casco histórico; la plaza de Eliej Nahakias, encadenada a la del Arqueológico, se llama así porque ese era el nombre del propietario de la Casa del Judío, hoy unida al palacio del Duque de Medina Sidonia: son bellísimas la celosía del balcón y la portada neomudéjar con relieves de Fernando el Santo y Pedro el Justiciero. Pero lo que aquí se respira es la paz del busto de Lucano.
La plaza del Potro
Salimos por la calle de Julio Romero de Torres y por San Francisco accedemos a la plaza del Potro, que, con las patas delanteras levantadas, mira hacia el río apoyándose en un búcaro sobre una pileta por la que escurre el agua. La austera Posada del Potro, compuesta por dos plantas en torno a un patio, se ha reconvertido en centro de flamenco. Sobre la pared del hospital de la Caridad, una placa rememora que Cervantes mencionó esta plaza en la mejor novela del mundo. La fachada gótica y la cancela del hospital dan acceso al patio que acoge el Museo de Bellas Artes y el de Julio Romero de Torres. La luz se filtra de verde y se oye el agua. Valera lo mira todo desde su busto. Las fachadas de colores de los museos se afean con pinchos para ensartar a las palomas... El pintor nació, vivió y murió en una magnífica casa en la que nos rodean los dientes brillantes de las mujeres de Nocturno, putas en zapatillas, mujeres oliváceas con navaja en la liga, La chiquita piconera volcada hacia el brasero con las piernas abiertas y la mujer con pistola de la Unión de Explosivos...
Se sale de nuevo a San Francisco y por la calle de Armas, al final de Sánchez Peña, aparece la Corredera; bajo los soportales, La Estrella, El Sótano... El azahar se transustancia en olores a comida frita y al mercado que fue cárcel del Corregidor. Las casas de Doña Ana Jacinto, con ventanas de madera entre columnas, son las únicas que carecen de soportal y balcones. Dentro de los bares se escuchan rasgueos de guitarra que cumplen con el tópico. Los restos esparcidos por el suelo dejan constancia de que aquí se come y se bebe. El viajero se echa un lingotazo de moriles y se mete un flamenquín entre pecho y espalda.
» Marta Sanz es autora de Black, black, black (Anagrama, 2010).
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