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Lecturas en corto y ruido en la Red

Enrique Gil Calvo

En esta época de prolongación de la longevidad, cuanto más largas se hacen las vidas humanas, más cortas resultan las lecturas que permiten guiar el flujo vital. La demanda de mercado lo demuestra bien, pues solo se venden microrrelatos, ensayos breves o novelas que parecen largas, pero que se leen como se escriben: de un solo plumazo. Y en la Red no digamos, pues donde estén los post de los blogueros que se quiten los artículos sesudos (como presume de ser este). Es la moda impuesta a la manada por las redes gregarias como Twitter, que requiere textos de forzada brevedad (longitud máxima de 140 caracteres). Algo que este mismo periódico acaba de emular con su último lanzamiento digital, el microblogging 'Eskup'. Y lo mismo ocurre con la prensa, donde ya casi nadie lee las apretadas columnas de los artículos, contentándose con los titulares a modo de rápido resumen. Para lo cual no hace falta leer el periódico de papel, pues puede hacerse en sus páginas digitales en la Red, donde para retener o al menos captar la atención del lector hay que cambiar los titulares de prensa cada poco rato.

Las viejas novelas buscaban un sentido a la realidad; los microrrelatos se quedan en nada
La prensa se ha convertido en un miope instrumento de los especuladores de corta distancia

Curiosa inversión de las relaciones entre lectura y realidad. Cuando la vida era corta, necesitada e incierta, como ocurría antes del Estado de bienestar, solo las lecturas largas, constantes y duraderas permitían domesticarla y controlarla a voluntad, sometiéndola a reglas programadas previsibles de antemano. De eso se encargaba la práctica de la lectura, que adiestraba a los sujetos en el espíritu letrado tras hacerles incorporar el hábito lector.

Pero tras el advenimiento de la sociedad posindustrial, la lectura de la vida ha invertido su signo. Hoy los sujetos están duraderamente asegurados por su familia o por el Estado, y la práctica de la lectura ha dejado de ser una inversión productiva (un hábito rentable) para convertirse en un consumo gratuito entre otros (véase la música y el cine en la Red): un pasatiempo tan fútil y banal como hacer crucigramas o sudokus, esas ociosas microescrituras. Lo cual ejerce imprevistas consecuencias sobre la realidad.

Cuando la principal guía de acción eran las lecturas largas de los relatos lineales, la vida se programaba en forma de flecha del tiempo. Justo como si estuviera disparada por un arquero, la figura arquetípica que servía de ex libris a Ortega y Gasset. Pues eso era lo que sugería la práctica de leer: disparar una flecha hacia el futuro, emprender una carrera hacia la meta, adoptar una estrategia en pos de objetivos últimos, iniciar un sendero de sentido ascendente hacia el porvenir.

De ahí que la inspiración extraída de las lecturas largas per-mitiera reconstruir la propia vida en forma de relato programado a largo plazo en busca de su mejor desenlace como destino último. Y el mejor ejemplo fue la novela de formación (bildungsroman), como el Wilhelm Meister de Goethe.

Mientras que con las lecturas cortas de hoy en día, entrecruzadas como microrrelatos en la Red, ya no sucede así. En lugar de tener forma de flecha del tiempo, el formato de la lectura corta es circular o cíclico, como el de una ruleta, una noria o un tiovivo. Aquí resulta obligado citar a Stephen Jay Gould, el gran neoevolucionista hace poco desaparecido, autor de un libro certero, La flecha del tiempo (Alianza, 1992), en el que contraponía dos estructuras de la temporalidad científica: la lineal, en forma de flecha o vector, y la cíclica, simbolizada por la rueda del tiempo. Pues bien, las lecturas cortas de hoy en día, privadas como están de linealidad causal, se suceden al azar arracimándose en conglomerados gregarios sin más orden y concierto que el derivado de la promiscua casualidad. ¿Dónde va Vicente?: donde va la gente. Es la rueda de la fortuna, donde la atención lectora discurre al azar movida por las fluctuantes corrientes de la audiencia mediática, trazando así una trayectoria tan incierta y aleatoria como el corcho que flota a la deriva.

Y esa metamorfosis del formato lector ejerce sus funestos efectos tanto a escala macro como a escala micro. Este último nivel de las interacciones personales es el más comentado y evidente (yo mismo he aludido a él en otras ocasiones análogas a esta), por lo que casi no hace falta recordar lo obvio. Por decirlo a la manera de Richard Sennett, la práctica de la lectura corta es causa y efecto de la corrosión del carácter (Anagrama, 2000). Si la lectura larga enseñaba a comprometerse duraderamente tanto con los demás (parejas, amigos o compañeros) como con uno mismo (conducción metódica de la propia vida), la lectura corta solo adiestra en la veleidosa práctica del nomadismo inconstante, quizás aventurero y promiscuo, pero potencialmente tránsfuga y desertor. Y ello debido a que las lecturas cortas dejan de ser eslabones de una cadena vinculante (o escalones de ascenso y descenso a cielos e infiernos) para convertirse en medios autosuficientes (fines gratificantes en sí mismos) pero también intrascendentes, ya que no ejercen consecuencias significativas ni conducen a ningún sitio. De ahí su carácter recurrente y adictivo, condenados como están al eterno retorno de lo mismo.

Pero si las lecturas cortas encierran a las vidas privadas en el dudoso paraíso artificial de la versatilidad irrelevante, algo bastante peor sucede a escala macro con la vida pública. Pues leída en corto en la Red, la esfera pública queda reducida (como en Macbeth) a un cuento narrado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que carece de significado. Lo hemos leído en estos dos años que llevamos de gran recesión, pues la crisis del crédito ayer privado y hoy público ha estado sometida a la doble tiranía de la especulación financiera que apostaba en corto a la baja y de la lectura mediática que apostaba en corto por la ruina. Una común cortedad de vista que se ha propagado por pura miopía como una doble epidemia de desconfianza acreedora en los mercados financieros y de alarmismo catastrofista en los mercados informativos.

La especulación en corto puede esperarse de los mercados porque está en su naturaleza predadora y oportunista, dado el carácter de alacrán que precisa forjarse el especulador que aspira a medrar en las ruletas del capitalismo de casino. Pero no ocurre lo mismo con los medios de comunicación, que están obligados a leer a la larga la realidad social con mayor distancia crítica, apostando por acertar en el futuro con sus flechas informativas. Y mucho menos con los Gobiernos, que también están obligados a leer la realidad con mayor amplitud de miras que los mercados o los medios, tratando de programar el futuro de la sociedad a su cargo. Pero no ha ocurrido así.

Por el contrario, la prensa se ha convertido en un miope instrumento de los especuladores en corto. Y los mismos Gobiernos que un día hicieron de la crisis una lectura keynesiana a largo plazo no han tenido inconveniente ni escrúpulos en cambiarla al año siguiente por una neoliberal lectura en corto. El resultado ha sido que los acontecimientos fluyen a borbotones dislocados por turbulencias contradictorias, sin que nadie sepa interpretarlos proponiendo un relato estructurado con sentido significativo.

Y en ausencia de ese relato largo se imponen las microlecturas reactivas, como acto reflejo ante la vorágine de la urgencia mediática. Enfrentados a cada instante en la Red, periodistas y gobernantes se dejan llevar de la mano por las lecturas en corto que hacen los especuladores en los mercados y los analistas financieros en los blogs de la prensa color salmón.

En consecuencia, pugnando todos entre sí por ver quién extrae a corto plazo mayor rentabilidad especulativa, periodística y electoral, unos y otros renuncian a proporcionar un relato lineal con perspectiva de futuro y sentido de la realidad, dejando por defecto que en la Red se construya por agregación de microrrelatos un cuento coral de terror carente de significado: una cacofónica historia de zombis iletrados que está causando la ruina colectiva de la comunidad civil.

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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