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verano húmedo

El placer en la terraza

Ángel S. Harguindey

Jamás pensé que la vida podría ser tan dura...

-La vida, Marylou, puede tener la dureza del granito pero también la suavidad del terciopelo.

Estaba claro que Chuck Norris nunca ganaría un concurso de sutilezas. Claro que tampoco era su cometido. Era un ranger, no un profesor de literatura. Le bastaba con arreglar el mundo en capítulos de 25 minutos.

Nadie entendía cómo era capaz de permanecer tumbado horas y horas delante del televisor contemplando tanta estupidez: series de policías chinos en Los Ángeles, partidos de fútbol amistosos, películas infames, coloquios nocturnos sobre zoofilia, en fin, cualquier cosa que estuviera a años luz del menor esfuerzo mental. La televisión era su tubo de escape hacia el vacío absoluto, y el mando a distancia su profeta. Pese a todo, tanto embrutecimiento permitía algún amodorrado ramalazo reflexivo.

Nunca tuvo claro en qué momento de su vida había asumido el que no llegaría a nada, pero sí supo que el aceptarlo le había liberado de muchas cosas: sueños, anhelos, ambiciones... Las pesadas cargas de los deseos incumplidos se hicieron más ligeras y pudo afrontar con soltura los pequeños placeres de la vida. Naturalmente entre estos no figuraba el escribir ningún tipo de relato pero el paso de los años, la merma de sus facultades físicas y la suave y constante tendencia hacia la soledad le habían allanado el camino. Se enfrentaba, pues, al reto de la narración animado más por el interés de descubrir el posible goce de la recreación que por motivos vocacionales o, lo que aún sería más impensable, por ansias de triunfo y trascendencia: el mundo estaba ya tan suficientemente lleno de idiotas autosatisfechos que incrementar su número sería una vulgaridad, incluso para quien no aspiraba a nada.

Y en lo más profundo de su memoria resaltaba con fuerza una imagen y un olor intenso: la azotea de la casa familiar arrasada por un sol subsahariano; la ropa blanca tendida, casi desplegada, y la asistenta acompañada de un niño de cuatro o cinco años. Aquellas enormes sábanas colgadas convertían la terraza en un escenario fantasmagórico en el que abundaban los recovecos a resguardo de miradas inoportunas. Allí, en la hora de la siesta, agachados en cuclillas los dos, frente a frente, el niño dejaba llevar dócilmente su mano hacia el pubis jugoso y oscuro de la doméstica. Ella la movía suavemente y le incitaba a que introdujera sus dedos en el interior de lo desconocido. Era una sensación extraordinaria, aumentada si cabe por aquel olor especial de lo prohibido; un juego distinto a los habituales que se grabó definitivamente en su memoria. El niño descubrió la fascinación que producen los misterios, su fuerza hipnótica. La joven animó la ignorada fuerza del deseo, su intensidad. Años más tarde comprendió mejor aquellas citas en la azotea de la casa familiar, lo que aumentó su gratitud hacia quien le había descubierto la importancia del instinto y el placer que se puede alcanzar con su simple satisfacción. Sin palabras, sin razones que trataran de justificar los gestos. Una experiencia que resultó decisiva para el resto de su vida. Casi tan importante como cuando, caído del cielo, se desplomó en la cuna de Doberman un revólver del 45. Un padrino con el dedo fácil y una asistenta con el coño húmedo imprimieron carácter en sus protegidos. Después volvió el plasta de Chuck Norris.

LAURA PÉREZ VERNETTI

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