_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La orgía musical

Cada vez más madrileños disfrutamos de la gran orgía musical del verano: los festivales a los que acudimos tanto en nuestra ciudad como en el resto de España. El chico de la capital ya no es solo el clásico turista engreído queriendo ligar con las chicas de la playa de provincia, sino un veraneante movido por una pasión cultural sin precedentes.

Aunque la juventud de los años sesenta (sobre todo la anglosajona) inventó y vibró con los macrofestivales, hay grandes diferencias entre aquella generación y la nuestra. Entonces las congregaciones musicales estaban impregnadas de reivindicaciones y anhelos políticos, sociales, espirituales. El movimiento hippy promulgaba una manera de relacionarse basada en el amor, en la paz, en la abolición de los tabúes, en una exaltación del sexo libre, de las drogas, de las margaritas. Escenificaba toda una filosofía anárquica y bucólica en clara contraposición al mundo establecido, a la dictadura del capitalismo, a la tiranía de las guerras, a los valores de sus padres, creyentes del ahorro, de la moral cristiana, del patriotismo y el apple pie.

El chico de la capital es un veraneante movido por una pasión cultural sin precedentes

Los jóvenes de los sesenta y los setenta gozaron intensamente de una música que les atrapó porque estaba hecha por jóvenes y para jóvenes, que narraba mundos y sensaciones paralelas a la de los mayores, que creaba una conspiración juvenil donde sentirse por fin identificado y respaldado. El gran impacto de la música de aquellas décadas se debía, en parte, a la fuerza combativa de las canciones. Por eso la mayoría de esos jóvenes hoy son señores y señoras mayores que no escuchan música. Porque aquellas canciones, la emoción de esos cánticos, se producía al ser, además de grandes composiciones, himnos, banderas, estandartes generacionales, cócteles molotov, plegarias... Y cuando la guerra juvenil contra el mundo se perdió y las utopías de paz y de anarquismo se desvanecieron, la música quedó en sus vidas como un recuerdo melancólico y desfasado, los temas se transformaron en carcasas vacías, en el testimonio de una época a la que ya no pertenecía el mundo ni ellos mismos.

Hoy, sin embargo, nadie espera un cambio en el planeta, ni siquiera en su propia existencia, cuando acude a Rock in Rio o a Benicàssim. No se aguardan efectos trascendentes tras el trance del festival. Quizá por esa misma razón se disfruta intensísimamente, porque es un oasis de placer, de evasión, de entrega a la música, al cantante, a los miles de compañeros que comparten sudor de cerveza a cada salto. La hipnosis que provoca la música en directo, al aire libre, escuchada y danzada sobre un lecho de vasos de plástico, colocado por el cansancio, por la excitación y el calor es un sueño, un paraíso privado logrado gracias a la colectividad pero una madriguera espiritual al fin y al cabo donde refugiarnos de una realidad que sabemos alienadora e inamovible y contra la que no tenemos armas ni fuerzas para luchar.

Los macrofestivales son una celebración colectiva, un momento en el que sintonizan las frecuencias de placer de miles de jóvenes, esa coincidencia alienta y provoca ese disfrute, pero, en el fondo, el éxtasis es interno, no trasciende al resto de la camada, al planeta, de la misma forma que no lo hace nuestro pesar, nuestro inconformismo, nuestras frustraciones. En un concierto se comparte un espejismo y se adquiere la impresión de vivir una alucinación colectiva, de habitar una comunidad de zombis musicales. Una enorme panda de yonquis del rock en la comuna en la que se convierte Madrid o cualquier otra ciudad durante los días que permanezca en pie el escenario. Como quien se asila un fin de semana en un balneario o escapa a la playa durante un puente. No son más que simulacros de evasión.

La experiencia es física y psíquica. La entrega al festival convulsiona nuestra mente y nuestro cuerpo, que se impregna de barro y respira orines, que duerme sobre la playa o en hostales apestando a desinfectante. No se puede hacer más por la música ni la música puede hacer más por ti. Es imposible estar más hermanado con una generación, centrifugar la mente con más placer y violencia. Ese instante en el que miles de personas se agitan al compás de una canción atravesando los cuerpos y perdiéndose en la noche, en esa otra noche de ojos cerrados, en ese crepúsculo interno con la garganta doliente y los pies sulfurados, es el orgasmo total.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_