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Columna
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Turistear

Va consumiéndose el decenio de los 50 y cada año, cada mes, cae una escama de la armadura de miedo, miseria y pesares de la que queríamos librarnos. De los pases interprovinciales se alcanzó el pasaporte, que las autoridades facilitaban con desgana, todo hay que decirlos. La afluencia de turistas extranjeros contribuyó a homologar nuestras costumbres, imponiendo una apertura de hábitos, incluso de forma de pensar, que no habríamos logrado por nuestros propios medios. El extrañamiento era debido a la necesidad, imperativo de supervivencia y deseo de mejorar.

Creo que Madrid, estadísticamente, siguió siendo lugar de llegada, pero estaba claro que el campo y la mar sufría el exilio de los hombres más resistentes que reanudaron el camino de América, emigración de capa caída, que tuvo su último empujón con el exilio de la remesa de intelectuales que proporcionaron la savia indispensable a las universidades latinoamericanas, exhaustas por las revoluciones independentistas. Allá llegaron nuestros catedráticos, científicos, escritores, políticos, con experiencia y poso cultural. Recibimos personas no cualificadas, bienvenidas, estimadas, pero mano de obra que empezábamos a desdeñar. Cierto que hubo otra pequeña invasión de escritores, los García Márquez, Vargas Llosa, Arciniegas y varias docenas de novelistas que se hicieron los amos del cotarro. En aquellas ondulaciones isobáricas de nuestra historia, Madrid intentaba recuperar el antiguo fulgor, pero las circunstancias convirtieron el lugar que ocupaban los cafés en sucursales bancarias y las tertulias en islas despobladas. De las exitosas obras de la Segunda República quedaron la proliferación de los Institutos de Segunda Enseñanza, que ya no residían en la cabeza de los distritos universitarios. Aunque se quiera ignorar, de algo sirvió el servicio militar prolongado, que, al menos, alfabetizaba a los mozos. Y la Sección Femenina, debajo de cuyos uniformes, consignas y pololos crecía una nueva generación de mujeres que además de canastillas hacían deporte, rescataron el folclore e incluso viajaban en alegres expediciones náuticas.

La afluencia de turistas contribuyó a homologar nuestras costumbres, imponiendo una apertura

De la dura vendimia francesa venían los ahorros para instalar las pequeñas empresas familiares; de las fábricas francesas, alemanas, inglesas, técnicos espabilados que abrieron talleres y fábricas. Pasamos de la escuálida y vergonzante autarquía a la competitividad, poco acorde con el carácter pasivo y holgazán del español medio, que, encorsetado en un modo de vida, entre policial y sacristanesco, se iba desarrollando en medio de una paz social apenas perturbada.

El cine abrió muchos espacios. No solo el americano, que en aquellos años alcanzó su cenit, sino el magnífico neorrealismo italiano, las películas francesas con sus cercanos ídolos. La mano de la censura no tenía más remedio que aflojar la presión y aparecieron síntomas de libertad individual, de vecindad, que crecía con la tozudez de las plantas. España empezaba a exportar, desde los casi marchitos Altos Hornos vizcaínos al empuje moderno de la Ensidesa asturiana, las instalaciones de Sagunto, nuevos astilleros, recuperación del aceite y el vino que tradicionalmente enviábamos en barricas a los franceses e italianos para que lo refinaran.

Se impusieron, por aquellos años, las ventas a plazos, el crédito sobre bienes o servicios, o sea, el consumo sustituía al ahorro. Recuerdo que sentí envidia por el estupendo receptor de radio Telefunken que señoreaba el zaquizamí de la portera de mi casa, cuando yo, con mi sueldo de periodista free lance, carecía de solvencia.

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La televisión, desde el chalé del paseo de La Habana, hacía sus primeros pinitos y era conocida de oídas la anécdota del chal. Era director de los Servicios Informativos un gran amigo de siempre, José Ramón Alonso, cuya bella esposa, Isabel Contreras, le iba a buscar al lugar de trabajo. En aquel momento, una cantante folclórica actuaba en directo, luciendo un escote que alguna beatorra influyente consideró pecaminoso. Indignada llamada telefónica, aparición inmediata de material publicitario y trastornada batahola para resolver el evento. Un técnico se acercó al despacho del jefe y arrancó, literalmente, el chal que Isabel llevaba sobre los hombros para velar la pechuga de la desabrigada artista. Eran los coletazos de la dictadura, exasperante por su estupidez. Y empezamos a viajar.

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