Sin sombra y con el diablo meridiano
Como sabían perfectamente los anacoretas, el momento más terrible de la jornada es el mediodía, cuando el sol parece detenerse en su carrera por el firmamento, la sombra se adelgaza y huye, y el mundo parece contener el aliento ante el castigo de la bola de fuego celeste. Es el momento propicio para la acedía, para las asechanzas y tentaciones del diablo meridiano, para las apariciones y espejismos fraudulentos. Es la hora del pecado: cuando las ninfas se complacen en excitar a los caminantes que descansan bajo un emparrado y Pan enseña el arte del onanismo a los jóvenes pastores solitarios. En verano es aún peor. Tras la comida, la siesta se hace pesada y turbulenta. Hoy, por ejemplo, he soñado que mi sillón de orejas -el mismo en el que cabeceaba- era en realidad un cactus de la variedad saguaro, como los que se yerguen, como mudas catedrales de un culto maléfico y extraño, en el desierto de Sonora. Cambio la pesadilla de la siesta por otra menos onírica: sobre mi mesa se acumulan pruebas sin corregir y prolijas programaciones editoriales que se colocan en la línea de salida de la rentrée y reclaman mi atención. Me fijo especialmente, porque me gusta el resultado, en la remodelación de la colección de bolsillo de Alianza, realizada por el estudio de Manuel Estrada. Cuarenta y cuatro años después de que sus pioneros bolsillos (Unas lecciones de metafísica, de Ortega; Mozart, de Fernando Vela; el Ensayo sobre las libertades, de Raymond Aron, y La metamorfosis, de Kafka) irrumpieran como relámpagos de diseño novedoso en los monótonos escaparates de las librerías, Alianza vuelve a la carga -hoy con mucha más (y mejor) competencia- con el propósito de revalorizar su fondo a partir de la sugerencia formal de que el libro de bolsillo también puede ser un libro-objeto. El tamaño aumenta ligeramente (12×18); la tipografía de las tripas (garamond simoncini) y la puesta en página ganan en legibilidad; se racionalizan y simplifican las series temáticas y se renueva la imagen general sin rupturas desconcertantes. A la vuelta de las vacaciones saldrán los primeros 18 volúmenes. Son tan hermosos que les resultarán irresistibles. Como una dulce tentación del mediodía.
Viajes
Un buen libro de viajes, a diferencia de una guía (y las hay hasta decir basta en un mercado saturado), no debe limitarse a describirle lo que usted, que ya es mayorcito, está mirando. Ni siquiera a indicarle lo que tiene que ver, o dónde puede dormir o saborear rica cocina local, o en qué barrio no resulta recomendable callejear por la noche. Un buen libro de viajes -un auténtico "compañero de viaje"- nos habla, sobre todo, de sentimientos, de miradas particulares -el mismo zaumatsein admirativo que Aristóteles situaba en el origen del filosofar-, de sorpresas y perplejidades y de las respuestas que suscitan en el espíritu que observa y siente (y padece). A veces resulta que los libros de viajes no fueron pensados como tales. Incluso existen ejemplos de ambientes perfectamente descritos por quienes nunca respiraron en ellos: preguntado en cierta ocasión H. P. Lovecraft cómo había logrado reflejar en uno de sus relatos (La música de Eric Zann) el "aire" de un barrio de París sin haber salido de Providence, respondió que, en realidad, sí había estado allí, "con Poe, en un sueño". Hay (excelentes) libros de viajes a pesar suyo, como ese elegante, pero implacable, vademécum mallorquín repleto de (auto)ironía que es La ciudad sumergida (RBA), de José Carlos Llop, que tanto dice de la Palma de Mallorca que otros callan o sólo susurran. De viajes -ay, y de exilios dolorosos y estupefactos- habla también el muy aleccionador Medio mundo y otro medio (Pre-Textos), unas falsas (y escogidas, por Humberto Huergo Cardoso) "memorias" de José Moreno Villa que reúne algunos de los artículos que el autor de la estupenda Vida en claro (Fondo de Cultura) publicó en la prensa mexicana desde 1937 (¿adivinan por qué estaba allí?) hasta 1955. En él, además de reflexiones sobre países y gentes, e interesantes retratos y semblanzas de otros transterrados (cierto ministro socialista de Cultura me dijo una vez que la palabra "exiliado" -que yo había incluido en un discurso que él tenía que leer- era muy triste), me tropiezo con una reflexión acerca de los sabores que había dejado atrás (cita las perdices de Toledo, los boquerones de Málaga y los chipirones de Bilbao): "La nostalgia gastronómica recae sobre aquello que no se come o se bebe como en el lugar donde se produce". De ahí la insatisfacción que siempre nos produce la paella en Buenos Aires o el mole poblano en Madrid. Lo que no puede ocurrir nunca -ya ven lo que son las cosas- con el Kentucky Fried Chicken del coronel Sanders o con el Whopper de Burger King, comidas universales ideadas para abolir toda nostalgia, todo extrañamiento.
Hepburn
Hace mucho que me he dado cuenta de que el paso del tiempo es más efectivo que el psicoanálisis. A veces dejo de lado mi congénita irritabilidad y, parafraseando unos versos de mi adorada Wendy Cope (¿ningún editor se atreve a publicarla?), me vuelvo tan perverso como una tónica sin ginebra, tan insensato como un plan de pensiones. En esos momentos (fugaces) me convenzo de que, al fin y al cabo, el mundo no es exactamente (o del todo) un repugnante estercolero. No sé, es como si quisiera sentirme bueno, llenarme de dulzura y toda esa mierda, como diría (el histriónico) Bukowski. Me ocurre, por ejemplo, cada vez que veo Desayuno con diamantes (1961) y me dejo pringar con el pegajoso almíbar que el astuto Blake Edwards añadió a la genial historia (1958) de Truman Capote para hacerla más digerible. Adoro a la literaria Holly Golightly, pero tengo debilidad por la que encarna Audrey Hepburn con su leve acento tejano, su icónica boquilla de cuarenta centímetros y, sobre todo, su petite robe noir de Givenchy. Adoro esa historia en imágenes que termina bien ("gato, gato"), aunque en el fondo prefiera la prosa exacta e hipnótica de la que no lo hace. Ahora Electa, un sello de Random House, se adelanta un año al cincuentenario del estreno y anuncia (para el 17 de septiembre) su Desayuno con diamantes (21,90 euros), un libro para fans de la "mítica" película. No sé si ya les he dicho que adoro a Hepburn. De ahí que también me llame la atención el nuevo mamut libresco que acaba de publicar Taschen: Audrey Hepburn, Photographs, 1953-1966, un lujoso álbum (31×39 centímetros, 350 euros hasta el 30 de septiembre; después, 500) con un tiraje de 1.000 ejemplares que recoge las fotografías que Bob Willoughby, uno de los grandes retratistas de Hollywood, le hizo a la actriz británica (pero nacida en Bélgica) desde sus inicios hollywoodienses en Vacaciones en Roma (William Wyler, 1953) hasta el triunfo universal de My Fair Lady (George Cukor, 1964). Claro que si no quieren gastarse tanto dinero, basta con que tecleen Breakfast at Tiffany's en Google. No encontrarán muchas fotos, pero sí casi todo lo demás (incluyendo los diálogos completos de la peli). De nada, para eso estamos.
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