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Reportaje:Rutas paralelas

A LAS PUERTAS DEL CIELO

Elsa Fernández-Santos

Existen pocos lugares tan románticos como el cementerio de Comillas, y no es descabellado afirmarlo. Cualquiera que haya sentido alguna vez una melancolía profunda o una pasión tipo Cumbres borrascosas encontrará que este lugar le pertenece. La extraña dualidad del enclave -¿un cementerio erguido como un castillo?-, custodiado por dos ángeles -uno enorme en lo alto de una ruina, el guardián exterminador, y otro más oculto, como un espíritu que surge de una losa de mármol en forma de olas-, convierten este camposanto frente al mar en un lugar tan apto para un ritual de vida como de muerte. Definitivamente, aquí estamos a las puertas del cielo.

"¡El ángel revolucionario!", exclama el conde de Sert en plena noche, a las faldas del cementerio. La puerta no se cierra durante la madrugada porque visitarlo es una atracción más de esta singular y hermosa localidad montañesa. Entre estas piedras no hay espectros ni fantasmas, y menos ahora que los ángeles reviven en sagas literarias como Crepúsculo para disputar a los vampiros el consumo adolescente, sino la estatua de un efebo desafiante que, espada en mano, parece un pájaro blanco y su compañero que, a sus pies y sin luz cenital, custodia el mausoleo de la familia Piélago. María del Mar Arnús, autora del ensayo Comillas. Preludio de la modernidad y mujer de Sert, explica la audacia arquitectónica de un lugar que no es fruto de la casualidad, sino del trabajo de un grupo de arquitectos catalanes que convirtieron Comillas en un singular campo de ensayo de sus futuros trabajos urbanos, y que llegaron aquí a finales del siglo XIX de la mano del clan de Antonio López, primer marqués de Comillas, cuya descendencia pronto emparentó con los Güell.

El cementerio de Comillas es tan apto para un ritual de vida como de muerte

La reforma de este cementerio cántabro es un hito. El concepto (integrar las ruinas de una antigua ermita gótica) nació del arquitecto Lluís Domènech i Montaner y los ángeles del taller de Josep Llimona, un escultor capaz de sacar la más hermosa languidez de la piedra. "En un acto aparentemente decimonónico, aunque esencialmente radical, Domènech i Montaner elevó este lugar a la categoría de monumento", explica Arnús. "Con una mínima actuación logró la máxima comunicación. En un deseo de expresar la sensación de lo eterno, la calma solemne, pero también lo caduco a través de la constante presencia de la ruina -la imagen romántica por excelencia-, el arquitecto logró crear un escenario muy digno del Walhalla". La referencia wagneriana no es casual, "Wagner tuvo una enorme influencia en la Barcelona de finales de siglo". Y Comillas, ese lugar que contradice el tópico de que los catalanes no veranean nunca fuera de Cataluña, donde hay que ir con el paraguas y el biquini en el bolso, donde un Rolls Royce está aparcado a las puertas de la vecina ría de la Rabia, donde algunos ilustres veraneantes se pasean en albornoz por la playa o donde la conversación de sobremesa puede dedicarse a los caballeros del Toisón de Oro, no se entiende sin aquella Barcelona a las puertas de su futuro.

"El conjunto", añade Arnús sobre el cementerio, "es todo un poema que recrea con clarividencia el enigma del tránsito: cita la fe en el pilar del cristianismo, el alma que se separa del cuerpo, el guía que preside el desencuentro, el último viaje. El contraste entre fragilidad y rotundidad es prodigioso". El ángel de Comillas, además, se convirtió hace 23 años en el símbolo del premio de historia, biografías y memorias Comillas, el galardón de la editorial Tusquets que creó su editor, Antonio López Lamadrid, que falleció en septiembre y cuya ausencia planea también en este primer verano sin él.

Pero si el cementerio es la cara más romántica de esa Comillas monumental (con su seminario pontificio, el palacio de Sobrellano y la capilla-panteón), paradójicamente, el famoso Capricho de Gaudí, colorista y pizpireto, es hoy su fatal reverso. Adquirido hace unos años por una compañía japonesa que quiso convertirlo sin éxito en un restaurante, el edificio es (con sus baldosas de cerámica con forma de girasoles y sus balcones y torre con aire de un Lego de la casita de Hansel y Gretel) parada obligatoria de decenas de turistas que pagan una entrada de cinco euros por pasear por allí. Solo en agosto los dueños venden hasta 1.300 entradas para ver prácticamente nada. "Es igual que visitar un piso piloto", apunta el periodista Miguel Ángel Aguilar (otro habitual de Comillas), sorprendido ante la ausencia absoluta de carteles, guías o explicaciones para orientar a los recién llegados. En el interior, remozado para el fracasado restaurante, se suceden las barras de bar vacías y decenas de sillas y mesas, vacías también. Los turistas abrazan una escultura de Gaudí para fotografiarse junto al gran arquitecto estrella en un jardín lleno de sillas, vacías también.

Posiblemente, El Capricho debería ser el recorrido más excitante de Comillas, pero todo falla. María del Mar Arnús defiende en su libro el brutal contenido plástico del edificio, y afirma: "Hacer una casa tecnicolor era algo impensable, por mucho que estuviera de moda el orientalismo". Pero el "romanticismo laico gozoso" del edificio y su alegría visceral se desdibujan hoy en manos del turismo más alineante. Ese mismo que se asusta a los pies del cementerio y no cruza sus enormes puertas de hierro para soñar en paz.

Vista del ángel que domina el paisaje en el cementerio de Comillas, en Cantabria.
Vista del ángel que domina el paisaje en el cementerio de Comillas, en Cantabria.PABLO HOJAS

Leyenda y ruina

- El cementerio de Comillas se pensó como un gran escenario. Así lo idearon sus creadores y por eso lo construyeron sobre una ruina gótica, situada en una pendiente asimétrica y dando la espalda al Cantábrico. Cuenta la historia que aquella iglesia fue abandonada por los feligreses como protesta por la expulsión de una anciana que osó sentarse en el lugar reservado para los señores feudales, allá por el siglo XVI. Durante la Guerra Civil, las puertas de hierro originales fueron fundidas junto a la cruz que estaba a las espaldas del ángel del mausoleo de la familia Piélago.

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Sobre la firma

Elsa Fernández-Santos
Crítica de cine en EL PAÍS y columnista en ICON y SModa. Durante 25 años fue periodista cultural, especializada en cine, en este periódico. Colaboradora del Archivo Lafuente, para el que ha comisariado exposiciones, y del programa de La2 'Historia de Nuestro Cine'. Escribió un libro-entrevista con Manolo Blahnik y el relato ilustrado ‘La bombilla’
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