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Necrológica:
Perfil
Texto con interpretación sobre una persona, que incluye declaraciones

Juan Marichal, el hombre que reivindicó a Manuel Azaña

El intelectual español murió en México, la tierra que le acogió en el exilio

Juan Cruz

Juan Marichal murió en la noche del domingo en Cuernavaca, México. Fue el historiador que reivindicó para la herencia de España la figura de Manuel Azaña cuando era más difícil abrirse paso con ese nombre entre las ruinas intelectuales y políticas que dejó la Guerra Civil. Vivió en Madrid los inicios de esa contienda que él llamó "incivil". Se exilió con su familia republicana en México; allí completó sus estudios, y allí murió, junto a su hijo, el profesor Carlos Marichal, y a la familia de este. En febrero cumplió 88 años.

Marichal nació en Tenerife, en el seno de una familia republicana. A Tenerife regresó del exilio en 1968, y allí fue acogido por algunos de los republicanos que le habían tenido al tanto, desde el exilio interior, del derrotero de la dictadura. Como intelectual hecho en el exilio, se enfrentó a la historia de España, como indicó con motivo de aquel regreso su amigo tinerfeño Domingo Pérez Minik, "con el peso de todo el drama existencial de nuestra nación".

El desgarro de la guerra significó una herida moral que jamás le cicatrizó
La censura detuvo durante años su biografía sobre el líder republicano
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El desgarro de la guerra significó una herida moral que jamás pudo cicatrizar, como la hondísima memoria del suicidio de su hijo Miguel, que acentuó la melancolía de este hombre al que la ciencia histórica, la preocupación política y la vocación literaria convirtieron en uno de los intelectuales más exigentes del universo castellano de la posguerra. Se casó en Estados Unidos, donde desarrolló una importante labor docente, sobre todo en la Universidad de Harvard, con Solita Salinas, hija del poeta Pedro Salinas y hermana del editor Jaime Salinas. Solita falleció hace tres años, también en Cuernavaca.

Su aventura de compilar la obra completa de Azaña, publicada por Oasis en los años sesenta, en México, fue decisiva para la intelectualidad de la diáspora y del exilio interior. Ponía a disposición de los españoles de la diáspora el trabajo intelectual del político que había sido confinado en España al oprobio y al olvido, e interrumpía la aviesa intención dictatorial de decretar su muerte civil, su desaparición completa. La censura española detuvo durante años su biografía intelectual del presidente republicano, La vocación de Manuel Azaña, que no apareció aquí hasta 1971.

Una tarea similar inició con respecto a la vida y a la obra de Juan Negrín, su paisano de Gran Canaria; él no ha llegado a ver los trabajos en los que discípulos suyos o estudiosos que siguieron su estela han realizado para salvar también a Negrín de la oscuridad en la que vivieron hasta fecha reciente su experiencia y su tiempo.

Esa fue, por así decirlo, su contribución civil a coser las heridas que en el plano de la historia política podía causar la negación de figuras como esas en la España que seguía su curso. En el plano intelectual, este discípulo de Américo Castro se obligó a indagar en los momentos preclaros de la inteligencia española, y de esa vocación nació un libro fundamental en su bibliografía, El secreto de España. Ensayos de historia intelectual y política, publicado en 1995 y merecedor entonces del Premio Nacional de Ensayo. En el mismo plano de sus preocupaciones como ensayista están El intelectual y la política y su diatriba sobre la figura de Unamuno, El designio de Unamuno.

Su raíz era España, pero ese destino se completaba en América; como otros intelectuales del destierro, o del trastierro (como le gustaba decir, usando la expresión de José Gaos), devolvió la generosidad de los que acogieron a los exiliados con una enorme dedicación al origen y al destino de la historia americana; para él, el pensamiento hispanoamericano no estaba desgajado de la historia del pensamiento español. La guerra y el drama del exilio juntaron, en la diáspora, a gentes de las mismas raíces.

Regresó a España, para quedarse, a finales de los ochenta; viajó aún por América, dio muchas conferencias, escribió (en este periódico, sobre todo), y luego, cuando la salud del matrimonio se resintió gravemente, su hijo Carlos los trasladó a Cuernavaca. Tras Juan Marichal quedaba otra vez el país al que dedicó sus desvelos intelectuales, civiles, morales, su memoria más apasionada; se fue preocupado por los nacionalismos, asustado por la dominación que la Iglesia católica sigue teniendo sobre las voluntades; y convencido de que hoy "ser republicano es ser patriota"; la Monarquía, dijo, "ha salvado las instituciones liberales, aunque con las salvedades de la libertad de conciencia. No ha habido por parte de los monarcas", nos dijo cuando cumplía 80 años, "una declaración explícita de libertad de conciencia y sus actos están muchas veces marcados por la Iglesia católica".

En Cuernavaca, cuando le vimos hace tres años, tras la muerte de Solita, la memoria de Marichal seguía estando atenta a los más ligeros temblores de la vida española, y hasta el final leyó este periódico, que recibía a diario. Cuando ya no pudo leer, Carlos, su hijo, cumplía la tarea de leerle todo lo que tratara de España. Jamás dejó, entre esos recuerdos, el recuerdo de Tenerife, y sobre todo de las playas de El Médano donde pasó el tiempo más feliz de su vida, la infancia.

Juan Marichal, en marzo de 1996.
Juan Marichal, en marzo de 1996.CRISTÓBAL MANUEL

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