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verano húmedo

COYUNDA REAL

Su Majestad, despierte. Se reclama su presencia en la cámara nupcial para tratar un asunto harto delicado.

A la luz de los candelabros, el Rey se incorpora con los párpados pegados. Hace apenas unas horas que se ha retirado a sus aposentos, dando fin a las celebraciones que han durado tres días con sus noches.

-Venga, Rogelio, habla claro...

-Parece ser que el Príncipe y su recién esposa, la Princesa, tienen algún problema para consumar la coyunda, señor.

Ha hablado Rogelio, desde hace años al servicio del soberano que ahora cruza los pasillos de palacio en bata y rezongando; es de vital importancia asegurar otro heredero varón al trono, antes de que lleguen los achaques, y por si acaso el Príncipe no madura ni con el matrimonio que le ha apañado con una robusta Princesa del norte.

Alrededor del lecho real se congrega un compacto y silencioso público para dar testimonio de la consumación de la coyunda. El arzobispo, dos monaguillos, dos médicos de cámara, un juez, cuatro camareras reales, algunos intelectuales y artistas protegidos por la Reina, parte de la corte palaciega y parte de la que acompaña a la Princesa extranjera, traductores, regidores, caballeros y representantes varios de la más rancia nobleza. En total, una treintena. Bajo las sábanas, más rígidos que los cirios que aguantan cada uno de los mudos testigos, el Príncipe y la Princesa, como dos cadáveres adolescentes a los que están a punto de practicar la autopsia. Todavía aturdido por los excesos del banquete, el Rey ordena llamar a la Reina; aunque no se dirigen la palabra desde hace casi una década, y solo se ven de reojo en los actos protocolarios.

-¿Estar tú bien? -vocaliza el Rey, alto y claro, tratando de averiguar por qué la Princesa se muestra tan poco receptiva-. ¿Necesitar algo? ¿Acaso ser mi hijo demasiado torpe?

Avergonzado, el Príncipe se cubre con las sábanas. Entra en escena Su Majestad la Reina:

-Rogelio, dígale al Rey que por mucho que grite no le va a entender. Dígale que ni ella es sorda ni él torpe, que solamente están asustados y lo único que necesitan es algo de intimidad. Que así no se puede, caramba, que yo lo sé por experiencia...

-Rogelio, pregúntele a la Reina qué sugiere entonces que hagamos con semejante panorama.

-Dígale al Rey que pague a todos y cada uno de los presentes para que firmen la dichosa consumación, ya sea en títulos, bienes o dinero.

A la luz de los cirios, los rostros se adivinan dispuestos a colaborar.

-Pregúntele a la Reina si no le ha parecido suficiente el dispendio de hoy, Rogelio, y recuérdele que estamos ante un asunto de Estado, a riesgo de entrar en guerra por culpa de la ineptitud de su hijo.

-Dígale al Rey que el hijo, mal que le pese, es de los dos, y que bien podría él haberse tomado la molestia, entre guerra y guerra, de ponerle en sobreaviso de nuestras regias costumbres conyugales.

Mientras Rogelio negocia en cuchicheos por la firma de los comensales, el Rey y la Reina discuten:

-¡Dígale que le he enseñado todo acerca de gobernar un país y hacerle el amor a una mujer!

-¡Dígale que debe estar chocheando, cómo va enseñarle si nunca ha sabido cómo hacerle el amor a una mujer!

Las arcas están algo más vacías, pero el eficiente y discreto Rogelio ya tiene en su poder el documento que certifica la coyunda real.

-Ya se han ido todos, hijo mío -dice la Reina, en un registro más amable-. Ahora sal de ahí y cumple con tu obligación como un hombre. Y tú, hija mía, no olvides poner las piernas en alto para que circule la semillita. Y no te preocupes, que si no agarra hoy, agarrará mañana. Buenas noches a los dos.

-Rogelio, recuérdele a la Reina que la Princesa no entiende nada de lo que decimos.

Pero la Princesa sonríe agradecida, y el Príncipe la mira embelesado.

-Rogelio, dígale al Rey que el que no entiende nada es él. Dígale que sigue siendo tan torpe como siempre, y que está mucho más gordo.

LAURA PÉREZ VERNETTI

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