ESPAÑOL PARA EXTRATERRESTRES
Como el amor, la muerte, el mar o la luna, también España es un género literario. Y no solo porque cada día se viertan ríos de tinta intentando averiguar qué es, de qué está hecha o a qué dedica el tiempo libre sino también porque podrían empapelarse sus 505.000 kilómetros cuadrados con las páginas de viaje que se han escrito sobre este trozo del planeta al que Estrabón describió como una piel de buey extendida.
Es posible que en el último siglo España haya cambiado más que en los cinco anteriores. No hay más que pensar en la casa de nuestros abuelos del pueblo: se parece menos a la nuestra que a la que en Alcalá de Henares se enseña como de Cervantes. Después de milenios de nacer en el lecho paterno, hace décadas ya que hasta los niños de la aldea más remota nacen en la ciudad más cercana.
La unidad de este país novViene garantizada, como dice la Constitución, por el ejército profesional sino, como decía Vázquez Montalbán, por la liga de fútbol profesional
La literatura, por supuesto, no ha sido ajena a ese cambio. En el fondo, el territorio cuyos caminos fatigaron los escritores del 98 -el primer capítulo nuevo de este país como género literario; o el último viejo- no era muy distinto del que 150 años antes había conocido, por ejemplo, Larra. El inventor del periodismo moderno no solo fue un columnista afilado, también supo mezclar como pocos erudición, observación y conversación. "¿Y esas ruinas son muy antiguas?", pregunta a su cicerone durante una visita a Mérida en 1835. "¡Vaya!", le responde este. "¿De los romanos?" "¡Qué! Más antiguas, señor, de los moros..." Ante un anacronismo dicho con gracia poco puede la cronología.
De ese mismo hilo tiraron Azorín y Unamuno y, tras ellos, Josep Pla y Camilo José Cela. La generación de los niños de la guerra -intelectuales críticos durante la posguerra- siguió usando los mismos medios de transporte: los pies, un autobús de línea, algún camión de paso. Su mirada, sin embargo, era ya muy distinta. No se echaron al camino a relatar el dolor de su país sino el de sus paisanos. En ese sentido, el ciclo almeriense de Juan Goytisolo -Campos de Níjar, La Chanca- sigue siendo ejemplar. Allí el paisaje calcinado, lejos de ser portador de esencia alguna, es la puerta de entrada a la pobreza o, como mucho, la puerta de salida a la frontera con una maleta de cartón de emigrante. Hablamos de 1959.
La llegada de la democracia, el aire acondicionado, los videoclubs, el Inserso y las autovías construidas con fondos europeos convirtieron España en un rincón cada vez menos literario. Sobre todo para aquellos que confunden lo literario con la literatura y la pintura con lo pintoresco. Arreciaron los viajes autonómicos -tinta y café para todos- pero se perdió la visión de conjunto. Tal vez el último intento con afán de totalidad fueran los dos tomos de Iberia, la obra en la que Manuel de Lope recorrió al arrancar el siglo las 17 autonomías de este ruidoso patio de vecinos cuya unidad viene garantizada no como dice la Constitución por el ejército profesional sino, como decía Vázquez Montalbán, por la liga de fútbol profesional. El titánico esfuerzo de Manuel de Lope tiene su gran mérito en la pretensión de intemporalidad. Su mayor flaqueza, en lo mismo. Por momentos es el suyo el retrato de un lugar en el que parece haber caído la bomba de neutrones: una España sin españoles, es decir, sin contradicciones.
"¿Y vienen muchos viajeros?". La pregunta es, otra vez, de Larra. "Extranjeros, sí, señor. Ingleses sobre todo... nos muelen a preguntas... parecen locos los ingleses". Tal vez a Fígaro le gustaría saber que uno de los mejores libros que se ha escrito sobre este barrio de Eurasia en los últimos años es obra de un inglés preguntón. El libro se llama España ante sus fantasmas y el preguntón, Giles Tremlett. Corresponsal de The Guardian durante años, Tremlett combina las dosis justas de microscopio y telescopio, de actualidad y de historia. Armado con un humor a prueba de tópicos y con una sabiduría soterrada que hace bueno el consejo de Kapuscinski -por cada página escrita, cien leídas-, el periodista británico recorre un país lleno de fantasmas -en los dos sentidos- sin que la admiración ni la indignación -hay más de la primera que de la segunda- le nublen los ojos. De ahí su idea de que, si la inmigración es la gran prueba del éxito de España -el futuro-, la visión sesgada del pasado sigue siendo el gran motivo de trifulca política: de las voces del nacionalismo a los ecos de la Guerra Civil. "Descubrí que la idea de la Historia de un español", dice, "a menudo se basaba en su voto". Para algunos, en efecto, los árabes llegaron antes que los romanos.
Tremlett maneja con maestría la tragedia y la comedia y visita tanto las fosas del franquismo como el Valle de los Caídos. Las grandes claves, sin embargo, no le hacen olvidar las pequeñas. Con el mismo rigor con el que busca el hecho diferencial en Barcelona se sumerge en dos instituciones fundamentales para entender nuestro anarquismo gregario: las comunidades de vecinos y, en esto coincide con De Lope, los burdeles de carretera. Otras dos serían la familia y la fiesta: "Los españoles siempre se las ingenian para acostarse tarde". Giles Tremlett se considera un "intruso integrado" y uno de los hitos de su integración -y del libro, que se publicó en 2006 pero no ha perdido frescura- es el día en que, para conseguir la conexión del gas, tiene que recurrir a otro de los grandes pilares del Estado español: el enchufe.
Bien pensado, es posible que el enchufe, como tantas cosas, llegara a España desde Tierra Santa. Conocida es la escena evangélica en la que dos apóstoles, acompañados de su madre, le piden a Jesucristo un puesto de privilegio en el reino de los cielos. Aquellos dos hermanos eran Juan y Santiago. Este último terminaría triunfando como patrón de España. Su fiesta se celebra el 25 de julio, es decir, hoy.
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