Andy rinde sus armas en el Tourmalet
Contador no le disputa al luxemburgués la victoria en la etapa de más prestigio y tras una hermosa pelea conserva los 8s
Dicen que los corredores se sienten tan diferentes al resto de la humanidad que todas las noches al acostarse le dan las gracias a Dios por poder ser ciclistas. Sin embargo, seguramente algunos habrían deseado no ser ciclistas la pasada medianoche, la víspera del Tourmalet, aquellos que se despertaran sobresaltados por el fogonazo del relámpago primero, por el tronar de los truenos después, finalmente, por la violencia de la lluvia azotando sus ventanas, una tormenta pirenaica en su expresión más plena. Yo, panadero, calentito, u oficinista o mecánico, o cualquier cosa. Fue, de todas maneras, una traición pasajera a su orgullo. Para comprenderlo, bastaba con verlos, hermosos y altivos, entre miles y miles de aficionados que desafiaban el temporal en las cunetas, bajo la lluvia, entre la niebla que les escondía el paisaje sobrecogedor, por desfiladeros, valles, montañas excesivas, peleando por la carretera con rebaños de ovejas despistadas entre la bruma. Bastaba con ver llegar a la meta a Samuel Sánchez, empapado, herido y roto, con golpes en el hombro y en el tórax tras una caída en el kilómetro 22, antes incluso de empezar a subir el Marie-Blanque, el Soulor, el Tourmalet, verle en la cima del último, 150 kilómetros más tarde, a 2.115 metros de altitud bajándose de la bici como un artrítico petrificado por el dolor y la humedad. Y feliz con todo ello, había resistido, seguía tercero en la general. Bastaba con ver a Carlos Sastre rezongando, renegando como siempre, quejándose de que Contador le quiso parar cuando atacó tras la primera fuga en su habitual escapada solitaria de despedida de las montañas, porque Samuel se había caído en ese momento. "¡Niñatos!", dijo Sastre, casi con la misma fuerza con la que Lapize, el primer domador del Tourmalet, hace 100 años, gritó "¡asesinos!" a los organizadores a los que se les había ocurrido llevarle por allí.
Schleck marcó el ritmo con aceleraciones mientras volvía la mirada al español
Samuel Sánchez acabó bajándose de la bici como un artrítico petrificado por el dolor
Bastaba con ver a los duelistas amigos. Después de la actuación previa de la brigada de rodillos compresores del Saxo -O'Grady que inició el Tourmalet como un sprint en Roubaix, Cancellara, Sorensen el joven, Fuglsang-, y llegado el momento de las explicaciones cara a cara, en la travesía de Barèges y sus hotelitos tan agradables, a poco más de 10 kilómetros de la cima, en el tramo más duro del comienzo, en una zona del 9%, Andy Schleck manejó con tino, esta vez sí, las teclas de su SRAM -el complicado sistema de cambios- y aceleró por delante del grupo, y, tal fue la facilidad con la que ganó unos metros y con la que le siguió Contador que su ataque fue como una invitación, vamos amigo, vamos a darnos un paseo por delante de todos estos, vamos a tomar un café y a echar una partida de ajedrez, vamos a hablar de lo nuestro, vamos a llegar a una conclusión. Todo esto, claro, con el corazón a 200 pulsaciones por minuto, con el ácido láctico haciendo de las suyas por el torrente sanguíneo en los músculos, quejándose del mal trato que la aceleración súbita les había supuesto, con la cabeza en las nubes, engañando al cuerpo con el señuelo de una victoria que sería la madre de todas las victorias.
Un sueño de todo niño pequeño: ganar el Tour y ganarlo en el Tourmalet. Contador y Schleck lo tenían al final de la pendiente, a solo 10 kilómetros de la punta de sus dedos.
Salvo un mínimo momento, 200, 300 metros, a mitad de recorrido, en los que el Contador habitual, para responder a una invitación del luxemburgués, se puso a bailar sobre los pedales, los grandes grupos musculares en perpendicular casi perfecta, y trató de dejar atrás a su amigo, fue Andy Schleck el que marcó el ritmo con aceleraciones imperceptibles como tratando de tensar hasta el punto de ruptura inevitable la cuerda invisible que lo unía a su seguidor. De vez en cuando, para comprobar los efectos de sus aceleraciones en un crescendo cada vez menos creciente pues solo hasta ahí podía llegar, Andy se volvía a mirarle a los ojos, directamente -la niebla, el empañado obligatorio hacían imposibles las gafas y eso fue bueno, pues no se podían engañar con la mirada-, y seguía adelante. Así hasta la curva final.
Tras la curva, la meta, en la que Miguel Indurain, que nunca ganó de amarillo una etapa de montaña, aplaudió cuando, siguiendo las enseñanzas de todas las escuelas de ciclismo, Contador, que no le dio ni un relevo en toda la subida, decidió no darle tampoco el último, no disputarle la victoria de etapa a su amigo duelista Andy Schleck. Le bastaba con saber que mantiene el maillot amarillo y 8s de ventaja, que si no le aseguran el tercer Tour al menos le conceden el privilegio de salir el último en la contrarreloj de mañana.
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