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Columna
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El PPdeG y el Estatuto

¿Qué clase de cosa es el PPdeG? La respuesta, a día de hoy, no es fácil. De un modo intuitivo, lo que podríamos llamar el viejo PPdeG estaba formado por una amalgama en la que descollaban las clases medias y altas tradicionales -comerciantes, médicos, empresarios nacidos al calor del franquismo- y por el grueso del campesinado, tan influido por la fuerza espiritual y material que conformó la historia de Galicia, la Iglesia. Es significativo que dos de los presidentes del país en el período democrático fuesen médicos de regusto paternalista. La leyenda urbana afirma que Pepe Quiroga seguía atendiendo los sábados a su clientela en A Rúa en el preciso momento en que constaba de presidente de la Xunta. No sé si Núñez Feijóo tomaría como propia aquella tríada "gallego de nación, español por historia y europeo de cultura" que Fernández Albor tomó del magisterio de Ramón Piñeiro. Los tiempos, en efecto, cambian que es una barbaridad.

Si se pudo pensar que había espacio para un centrismo local a lo CiU, todo hace pensar que su hora ya pasó

El nuevo PP, sin embargo, parece cosa más bien de eso que el vocabulario sociológico llama de manera harto imprecisa "nuevas clases medias urbanas". Gente en su mayoría que acaba de llegar -el abogado o economista de medio pelo que sueña con la City- y que ha decidido que lo que procede es sentarse en la plaza a tomar el café con leche sorbiendo con delectación la sórdida demagogia de El Mundo -sus antecesores eran más bien del ABC. No es, para entendernos, "gente bien" de toda la vida. Tal vez ni siquiera son, aunque tengan mentalidad de ello, lo que se llama nuevos ricos. Precisamente por ello necesitan una alta definición ideológica, cortada por el patrón madrileño, que cuece los materiales a más alta temperatura. La cosa ha llegado a tal punto que los periódicos de la derecha local -el Faro, La Voz- les parecen poca cosa y ya no les importan más que como medios para influir al gran número, pero no son, de ningún modo, los abrevaderos a los que gustan acudir para saciar la sed de su mente. Es, no cabe duda, una derecha pretenciosa, producto de unas clases que lo son desesperada, casi tiernamente.

Entre los grandes datos que deciden la situación se cuentan el abandono de toda pretensión galleguista y la ambición de Feijóo de llegar a gobernar España. Las dos cosas coinciden, pero no son exactamente lo mismo. Desde luego, si Feijóo quiere tener alguna chance entre los electores que votan a Esperanza Aguirre no puede permitirse ni la más mínima sombra de cualquier veleidad que pudiera, lejanamente, tomarse como complaciente con el galleguismo. El nuevo nacionalismo español no tolera disidencias, ni muy menores. La presión a la que somete el país es muy alta, y crecerá en el futuro, cuando Rajoy, como parece probable, llegue al poder. Veremos qué pasa con la Nova Caixa, por ejemplo, y, desde luego, el PP irá todo lo lejos que pueda en la liquidación del gallego.

Pero, para ser honestos, hay que concordar en que no se trata sólo de la ambición de Feijóo, que es enorme. El magma sociológico que lo envuelve va en la misma dirección. La física no ama el vacío, pero la sociedad tampoco. En ausencia de otros moldes, los nuevos protagonistas del espacio público en Galicia, sometidos a los procesos de polarización política que implementó Aznar, absorben con vehemencia los nuevos postulados que coinciden con lo que quieren para sí mismo y para sus hijos. Si en algún momento se podía pensar que había espacio para un centrismo local a la manera de CiU todo hace pensar que su hora ya pasó. La derecha tiene hoy puntos de vista muy sustantivos que sólo corregirá si se ve obligada a hacerlo. Los puntos de vista de Galicia Bilingüe, de las organizaciones ProVida, y de organizaciones del fundamentalismo cristiano como los Legionarios de Cristo tienen mucho peso en ella, y son la nata que colorea la apuesta por la privatización de casi todo.

Por eso es muy difícil pensar que vaya a haber un nuevo Estatuto de Galicia en esta legislatura. La sentencia del Constitucional ha despejado el terreno, pero la falta de interés real de Feijóo en proceder a su elaboración para evitarse problemas en las planas de los periódicos madrileños es muy evidente. A ello se suma una opinión pública indolente, la ausencia de una presión externa por parte de una sociedad que mayoritariamente no entiende para qué sirve un Estatuto y, por qué no decirlo, la ausencia de incentivos en la oposición para consensuarlo. Compárese, como índice de algo, el protagonismo de la prensa catalana en la suerte del Estatut, con el paupérrimo silencio de Galicia.

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En realidad, Núñez Feijóo no parece sentirse cómodo en su papel de presidente de la Xunta. A veces da la impresión de estar haciendo tiempo, a la espera de alguna vicepresidencia en un futuro gobierno de Rajoy, desde la que podría aspirar, en un momento ulterior, a la Presidencia de España. ¿Cómo un hombre así, la oreja pegada a lo que se dice en la calle Génova, va a aprobar un Estatuto?

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