Edelweiss en París
Jardines secretos donde las plantas y los paseos sosiegan el ajetreo de la gran ciudad
Afirmar que París es una de las ciudades más verdes de Europa es sencillo, basta desplegar un mapa y fijarse en ese sarpullido que motea su cartografía. Entre dos colosos, el Bosque de Bolonia al oeste y el de Vincennes al este, se extiende un maravilloso y, a veces secreto, islario vegetal formado por bosquetes, parques, jardines, pasillos verdes, plazoletas y patios que, por poner una cifra, suman casi ¡quinientos!
Unos figuran en el mapa. Otros no, pero su encanto está en la discreción o la sensibilidad con que alguien convirtió un rincón de tierra en su idea de paraíso. La propia palabra jardín es francesa y muy común desde el siglo XV. Con ella nombramos ese espacio vegetal situado a las afueras de Atenas en el que Epicuro fundó su escuela filosófica: el arte de la vida feliz en el 306 antes de Cristo. Y si su discípulo Lucrecio nos dijo después que un jardín no basta para alcanzar la felicidad, no importa, al menos en París nos permitirá soñar con ella.
Jardines de ideas
Los pintores impresionistas salían a la naturaleza en busca de inspiración. Monet hizo otra cosa: creó su propia naturaleza para ser pintada, un fabuloso jardín en Giverny con algún que otro guiño a la estética oriental. Creó una realidad inspirada en el arte. Unos 40 minutos en tren desde la Gare St Lazare a Vernon y de ahí un pequeño bus te deja en la puerta de la casita normanda en la que vivió durante 40 años y construyó ese exquisito vergel cuya pirotecnia cromática de tulipanes, rododendros, hibiscos, malvas, nenúfares, o glicinias causa una impresión memorable. También el jardín como idea se llevó parte de la fortuna del banquero Albert Kahn, que construyó un jardín mapamundi, entonces en las afueras de París y hoy al sur del Bois de Boulogne, al que se llega al final de la línea 9 de metro. Entusiasta precursor del diálogo de civilizaciones, su jardín es una conversación vegetal entre Oriente y Occidente en la que destaca la biografía simbólica de su dueño que realizó el paisajista Fumiaki Takano sobre la vida (yang), la muerte (yin) y el eje masculino-femenino.
Jardines secretos
Los hay de pocos metros como el exquisito Panteón budista y sus meandros de agua cantarina del Museo Guimet de Artes Asiáticas, al que se accede por el palacete que ocupó Alfred Heildelbach dos números más arriba de la misma calle. Y los hay de algunas hectáreas como el que frecuentaba la cantante Bárbara bordeando el largo estanque del Square des Batignolles. Un cartel con su nombre la recuerda. Pequeño y recóndito, el sol se abre paso hasta iluminar los rosales del delicioso jardín del Museo de la Vida Romántica. Fue la casa del pintor Ary Scheffer desde 1811 y después refugio de intelectuales porque está en el corazón del distrito bautizado como la Nueva Atenas. No demasiado lejos, en el barrio del Marais encontramos no uno, sino muchos tesoros ocultos alrededor del Museo Carnavalet: los de la Rue Payenne, especialmente el jardín Georges Cain, el recoleto patio del Centro Sueco, la plazoleta Leopold Achille y la rosaleda francesa del jardín Saint Gilles.
Jardines de escenas
Didácticos. El más asombroso por su rareza es el jardín Alpino que alberga el Botánico de la ciudad y al que se accede recto por la calle Jussieau. Edelweis, gencianas y bromelias en pleno París... ¡Dos mil plantas de alta montaña que reproducen ecosistemas alpinos de las principales cordilleras del mundo! Y de ahí a la Edad Media, porque el museo Cluny esparce en su pequeño jardín miniaturas del uso de la naturaleza en la vida medieval: una huerta, un jardín medicinal de plantas simples con las que se elaboraban remedios de botica, un jardín celeste, el jardín del amor tan presente por su sensualidad en la literatura cortesana y, por supuesto, el Bosque del Unicornio para imaginar a la dama de los soberbios tapices que custodia el museo, en aquellos laberintos umbríos de la Edad Media.
Jardines ecológicos
Sorprendente: el Jardín Salvaje Saint Vicent en pleno Montmartre. Salvaje de verdad, queremos decir, y vetado a pesticidas y tijeras de podar. Isla vegetal sin domar, solo abre sábados y domingos un ratito, pues el resto de la semana es escuela de naturaleza para colegiales. A su rareza hay que sumarle el incongruente y casi fósil viñedo que se despliega en el lado oriental de sus muros. Y una idea que cunde por doquier desde las asociaciones de barrios o el propio Ayuntamiento es la de los pequeños huertos urbanos que se ceden a particulares y que en París tienen una larga legitimación histórica. Permitido el trueque, pero no la venta ni el monocultivo. Algunos son diminutos como el de los jardines Villepin, con parcelitas de dos metros, cuyo conjunto crea un estampado anárquico de fresas, frutos y coliflores. Y los hay en lugares improbables como las vías de tren en desuso cercanas a la puerta de Clignancourt. Gestionado por una asociación de barrio, Los Amigos de los Jardines de Ruisseau, en él brotan ahora legumbres, verduras y flores como laboratorio escolar donde aprender secretos del medio ambiente y algunas de las lecciones cívicas que sugiere el uso del jardinismo.
Jardines para caminar
En París hay censados unos 35 pasillos verdes, pero la novedad son dos. El primero, el remozado Canal Saint Martin de más de cuatro kilómetros, que enlaza la plaza de Stalingrado con la Bastilla y el Sena. ¿Estamos en Ámsterdam? ¿San Petersburgo? Pequeños barcos cruzan una silente arteria de agua entre impresionantes plataneros y castaños de Indias. Artistas callejeros de toda índole frecuentan sus orillas los domingos para regocijo de los viandantes. Sus caminos de sirga a ambos lados ofrecen un vigoroso y tentador paseo, como el reciente de la Promenade Plantée. Paseo plantado, en sentido literal, que tiene la misma longitud del canal y atraviesa el distrito 12 y para el que se ha rehabilitado un antiguo viaducto que obsequia a los caminantes con una hermosa visión de la ciudad desde sus alturas.
Escondidos o públicos, muchos de estos jardines son bellos remansos de paz de los que no se ocupan las guías. La primavera y el otoño les favorece y en ellos la calma es sagrada. Un escenario perfecto para parisear por algunos de sus rincones más secretos.
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