Aventura nocturna
Me desperté a las cuatro de la mañana con la obsesión de que si no me cortaba en ese mismo instante las uñas de los pies sucedería una catástrofe. No tenía ni idea de qué tipo de catástrofe ni su relación con mi aseo personal, pero la evidencia de que no había otra salida me arrancó de la cama, desde donde me dirigí a tientas al cuarto de baño que, increíblemente, no se encontraba en su sitio.
Abrí más los ojos y advertí, a la luz que entraba por la ventana, que tampoco aquélla era mi habitación ni, la mujer que dormía en la cama, mi esposa. Angustiado por este desorden, abandoné sigilosamente el dormitorio y salí al pasillo, que resultó no ser tampoco el pasillo de mi casa. Me quedé paralizado, sin saber qué hacer, pues no era cuestión de irme a la calle en pijama.
En esto, se abrió la puerta de una de las habitaciones y salió de ella un joven en calzoncillos y camiseta, con cara de espanto. ¡Tú no eres mi hijo!, dije. ¡Ni usted mi padre!, dijo él. Le rogué entonces que se asomara sin hacer ruido al dormitorio del fondo, para comprobar si la mujer que dormía allí era su madre. Volvió demudado, asegurando que no la conocía de nada. Ante el desconcierto del muchacho, que temblaba de pánico, decidí tomar el mando de la situación. Le recomendé entonces que volviera a la cama e intentara dormir como si se encontrara en la suya. Lo más probable, dije, es que al amanecer todo haya vuelto a la normalidad. El joven regresó apesadumbrado a la habitación y yo al dormitorio, donde me acosté junto a la desconocida procurando no rozarla siquiera. Al rato, mientras le daba vueltas al suceso, el más extraño de mi vida, me quedé dormido. Cuando sonó el despertador, mi casa era otra vez mi casa, mi esposa era mi esposa y, mi hijo, mi hijo. También yo era yo, o eso me pareció. De todos modos, me corté las uñas de los pies.
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