Una actividad frenética
Entre el sofá y el frigorífico a por la cervecita, naturalmente, entre set y set, la colocación de la barrera en una falta en el área grande, el paseo del coche de la organización hasta que se normalice la situación en pista después del trompo del superbólido. Ahí es nada. Los mundiales de fútbol, Wimbledon y fórmula 1 por la tele de una sola tacada, sin olvidar el asunto, parece que algo menor, de las competiciones de motos. Es una pasada de revoluciones de tal envergadura que el espectador casero de esos memorables acontecimientos rompe sus horarios habituales para hacer de mirón de hazañas o fracasos ajenos con grave riesgo de su actividad productiva, si la tiene. Y a todo eso hay que añadir la actitud de ese torero que exige aumento de su caché después de que un toro le empitonara la mandíbula, algo que se le podría conceder sin remilgos siempre que estuviera en condiciones de repetir la tragedia en cada una de sus actuaciones futuras, como en el teatro.
La otrora famosa sociedad del espectáculo se ha convertido en cosa de pocos años en la sociedad de los espectadores, lo que no viene a ser exactamente lo mismo, ya que parece evidente que la primera no puede sobrevivir sin reclutar a una muchedumbre de mirones más o menos solitarios. Se instala como un frenesí personal ante ciertos deportes que no siempre uno mismo practica (y ahí quisiera yo ver a Savater haciendo de jockey, a Boadella ante una vaquilla pueblerina, a Concha G. Campoy ante un balón como el sudafricano), un frenesí que por más que parezca compartido no se acaba de entender sin recurrir a las iluminaciones restrictivas de la identificación ilusoria o empresarial. Solo que ahora ese malentendido es tan furioso como maleducado y extendido y, lo que es peor, extenuante.
¿Y qué es lo que tiene de extenuante? La fastidiosa reiteración televisiva, que no contenta con grabar el espectáculo (deportivo) repite sin descanso los momentos que considera más interesantes, como si el espectador fuera tonto y no se hubiera percatado de la jugada. No siempre se percata, es cierto, pero tampoco los que la hacen, así que hay decenas de goles inesperados, centenares de puntos de set inadvertidos por el contrario, canastas de lujo que muchas veces se deben al prodigio innecesario del azar, con el apoyo compasivo de la corpulencia, y triunfadores de carreras de motos que deben su éxito a una caída inesperada del presunto campeón que va y tiene un mal día, como todos, y la caga, por hablar, como siempre, de los árbitros de fútbol que a veces parecen estrábicos y que una vez van y conceden un gol que no lo es para de inmediato anular otro que lo ha sido.
Aunque me parece que los de verdad la cagan son los habituales del espectáculo desde casa, que sin esfuerzo ninguno sostienen un entretenimiento donde se juegan millonadas. Si contáramos lo que vale cada gol en el Mundial, sería para echarse las manos a la cabeza. Si la conservamos todavía.
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