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Columna
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Instantánea en blanco y negro

Se levanta temprano porque lleva un buen rato sin poder dormir, solo dando vueltas en la cama. El día se avecina de nuevo como una travesía de incertidumbres. Desde que salió de su país, unos meses atrás, hasta llegar a Madrid, cruzando o sorteando varias fronteras, la vida se ha vuelto una sucesión de confusiones: ha tenido que acostumbrarse a la incomunicación en varios idiomas, echarle un pulso a la soledad en diversas ciudades, ahogar la impotencia frente a la ausencia de oportunidades, sobrevivir a la falta de recursos de todo tipo, soportar la desconfianza en los ojos de casi todos. Tiene 27 años, estudios medios, seis hermanos, quizás un hijo, la sangre limpia. Le quedan 49 euros, los 42 en dos billetes de 20 que ha escondido entre los pliegues de una camiseta con la bandera de Brasil. Es negro, subsahariano, dicen aquí los más respetuosos. Negro.

Ser negro aquí es un pasaporte ineludible para estar metido en líos, es decir, para que te metan

Y ser negro aquí es un pasaporte ineludible para estar metido en líos, es decir, para que te metan. Muchas mañanas tiene ganas de quedarse debajo de las sábanas, muy quieto, viendo pasar, como si no pudieran tocarle por dentro, las imágenes que se suceden sin orden en su cabeza: una mezcla de paisajes africanos, al borde de cuyas calles y caminos podría reconocer hasta el más mínimo detalle, con la nebulosa del mar en medio de la noche o la silueta de los edificios que se asoman por encima de la boca del patio y se recortan contra el cielo muy azul, lo que más le gusta de Madrid. E igual que si se tratara de uno de esos sueños que se tienen justo antes de despertar, las caras de sus amigos, de sus familiares, de sus vecinos, de sus compañeros de clase, van apareciendo como flashes entre las caras del resto de los africanos con quienes se ha ido encontrando en este camino sin destino en que se ha convertido su existencia. Negros como él. Se mezclan también con las de los otros, los blancos que le ayudan, o los blancos que le ignoran como si no hubiera pasado a su lado, o los que le transmiten su incomodidad, o los que le manifiestan su rechazo y hasta su odio: ha habido palabras que es mejor no entender, miradas que lo dicen todo; ha habido empujones y esos dedos blancos que se clavan en el brazo y tiran de él, conminándole a pasar rápido, a avanzar sin detenerse un momento, a aligerar el paso, a obedecer.

Estirado sobre el colchón, con las manos cruzadas sobre el pecho, se ve a sí mismo, las caras de todos los que ha sido, y en algunas, las más recientes, apenas se reconoce: ha hecho cosas que nunca imaginó que sería capaz de hacer, se ha transformado en alguien que nunca sospechó que sería. Ahora es alguien que huye: de los que piden los papeles, de los que vigilan desde un coche, de los que te observan y te siguen y te permiten seguir o no seguir. Tiene miedo de sí mismo y los demás, sobre todo de la policía.

Se ha levantado temprano, se ha dado una ducha rápida, se ha preparado un café, ha conectado su portátil, le ha echado una ojeada a las portadas de los diarios digitales, ha leído su correo electrónico, ha mandado un par de SMS y se ha dado una vuelta por Facebook. Ha revisado su cámara de fotos, ha cambiado la tarjeta, ha sustituido la batería y ha guardado en la bolsa los recambios. No duerme mucho porque le tira la calle por las noches y porque lleva una temporada nervioso, más acuciante que nunca la preocupación por el futuro.

Tiene 27 años, una familia más o menos estructurada, una carrera y un máster. Ha vivido fuera de España, primero con una beca Erasmus y luego viajando con casi nada. Domina el inglés. Tiene unos 2.000 euros, un buen equipo de fotografía y muchas ganas, aunque la cosa está cada día está más fea y le toca patear la ciudad de acá para allá rastreando la ocasión: la imagen de la noticia. Conoce a muchos periodistas gráficos, la mayoría en paro, compañeros que se buscan la vida y apenas la encuentran, cada vez más desorientados, sumidos en una frustración prematura. Él tiene una ambición profesional que le empuja a husmear, a estar alerta y a alimentar la curiosidad al tiempo que conserva un sentido del compromiso que se encendió en la universidad y que le lleva a disparar su cámara como quien sella un atestado de la realidad. Cada vez está más cabreado y tiene menos fe. Es un buen chico. Cuando ha salido a la calle esta mañana, cámara al cuello, ha fotografiado un edificio en obras donde no trabajaba ni un alma, una calle levantada por las piquetas, que llenaban de polvo todo alrededor, una protesta laboral en la que ondeaban banderas sindicales. También ha hecho fotos a algunas personas que no se han dado cuenta. Ha caminado bastante, concentrado en ese devenir de imágenes posibles, desechadas, perdidas, halladas por un pelo. Se excita con lo que ve y con lo que aún no ha encontrado.

Al oír gritos echa a correr y se acerca a un grupo en el que destacan varios policías. Ve cómo uno de ellos sujeta con fuerza el brazo de un chico negro. Dispara su cámara. Ve cómo le zarandea. Dispara. Ve cómo le grita. Dispara. Ve cómo el chico negro no opone resistencia, su gesto entre orgulloso y aterrorizado. Dispara. Ve cómo cae al suelo y otro policía se abalanza sobre él, agarra su cámara y le grita y le zarandea y él se resiste e intenta protegerse. Cae al suelo también. Ahí abajo, a esa altura, la del abuso de autoridad, se encuentra con los ojos del chico negro. No parpadea. Esa mirada es todo lo que quisiera disparar con su cámara, pero aquel policía ya se la ha arrebatado. Recuerda las historias que ha leído sobre la represión del ejercicio de su profesión, las que le han contado sobre otros tiempos y otros lugares, algunas lecciones que estudió en la facultad, algunas de esas palabras principales en su educación, como justicia, democracia, libertad. Parpadea.

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