"No hay tiempo para escribir libros malos"
Andreï Makine nació hace 53 años en la ciudad de Krasnoiarsk, en Siberia. Pero a los 30 llegó a París y se quedó para siempre en el mismo barrio, en Montmartre, del que conoce cada esquina y del que, debido a la presión inmobiliaria y a la invasión de turistas en primavera y verano, comienza a renegar como un verdadero parisino. "Ahí había un café precioso, en el que todo mundo se mezclaba, los artistas y los tenderos, los parisinos y los extranjeros. Ahora, ya lo ve usted, hay una sucursal del Crédit Agricole horroroso". Aprendió francés de su abuela, cuya relación -y a través de ella con Francia entera- describe en la preciosa novela El testamento francés, premiada con el Goncourt en 1995. Su último libro publicado en España, Vida de un desconocido, es una novela medio rusa-medio francesa (como él). En ella, un escritor ruso exiliado en París, mayor, fracasado, desconfiado y malas pulgas (ojo: nada que ver con el exitoso, simpatiquísimo y charlatán Makine), siente que su relación con una mujer mucho más joven que él expira. Harto de esa historia que no va a ninguna parte, regresa a Rusia en busca de un amor de juventud a la que, claro, encuentra mucho más cambiada de lo que imaginó. Deshecho y más sombrío que nunca, coincide en Moscú con un viejo que a lo largo de una noche le cuenta su vida, que esconde una (verdadera) historia de amor y de guerra de esas que cambian para siempre la suerte y el destino de los que las viven y de los que las escuchan.
Vida de un desconocido.
Andreï Makine.
Traducción de Juan Manuel Salmerón.
Tusquets. Barcelona, 2010.
272 páginas. 18 euros.
"El escritor debe buscar esos temas de los que no se habla. Por ejemplo: la muerte"
PREGUNTA.
¿Vida de un desconocido es una novela muy rusa escrita en francés?
RESPUESTA. Sí, es una mezcla. Al principio es una suerte de parodia de cierta literatura que se hace en Francia, que cuenta pequeñas historias, un chico de barrio rico encuentra a una chica de barrio rico, y luego se separan... Son historias que no merece la pena escribir, de ahí la parodia.
P. ¿Y qué historias merecen la pena?
R. Las grandes: el hombre frente a Dios, frente a la muerte, frente a la muerte de los padres, frente a la fugacidad de la vida y la pena que eso acarrea. Es decir, frente a dramas que nos superan.
P. Leyéndolo, da la impresión de que esos dramas solo ocurren en Rusia.
R. No crea. Al principio del libro hay un viejo que cuenta una historia de guerra, es un viejo combatiente que habla, pero que nadie escucha. Eso también es un drama: uno es viejo, ha vivido su vida y nadie le escucha. En otra novela mía, La mujer que esperaba, cuento la historia de una mujer que aguarda noticias de su marido, que nadie sabe si murió o no en la guerra. Un periodista español me informó de que durante la guerra civil española también pasaron cosas parecidas. Más que con la historia o la geografía, las historias que me interesan son existenciales, tienen que ver con algo que no se entiende, que no se puede entender. Se puede escribir una novela con un personaje que viaja mucho que en el fondo sea una novela muy local porque se refiere a una clase social muy limitada, la de intelectuales que viajan mucho, por ejemplo...
P. En sus novelas son muy importantes las historias que se entrecruzan, la literatura que influye en la vida de cada uno.
R. Porque el país al que prohíben la palabra se agarra a la literatura. En Rusia, por ejemplo, un poeta podía morir por un poema. Yo, ahora mismo, puedo ir ahí al lado, a la Place des Abbesses, y comenzar a gritar: "¡Abajo Sarkozy!". Todo el mundo pasará de mí. Sin embargo, hace unos años, tú te ponías en la Plaza Roja y gritabas: "¡Abajo Stalin!", y automáticamente, eras ejecutado. Así, la palabra, la literatura, era un acto valiente, casi existencial, que marcaba tu identidad, ya que uno se preguntaba: "Hablo o no hablo, me atrevo o no me atrevo, soy un hombre honorable o un esclavo...".
P. ¿Entonces, en los países democráticos no habría verdadera literatura?
R. No, porque el escritor debe buscar esos temas de los que no se habla. Por ejemplo: la muerte. En la sociedad occidental no se habla de ella: decimos la tercera edad, la cuarta edad... Sin embargo, la muerte está ahí, es terrible, y no aparece mucho en la literatura. Hay que ser consciente de la fugacidad de la vida, de los pocos días que vivimos. Hay muy poco tiempo para hacer el mal, para hacer el idiota. No hay tiempo para escribir malos libros, para no ser amados, para tomar decisiones pequeñito-burguesas y no grandes decisiones, hay muy poco tiempo para ser políticamente correcto.
P. Usted se caracteriza por no serlo.
R. Lo políticamente correcto es mortífero. Yo he escrito un ensayo, no publicado aún en España, que se titula Une France à aimer, donde analizo, según mi punto de vista, los disturbios de 2005 en los barrios de las afueras de las grandes ciudades. Yo me preguntaba: ¿pero qué país es este en el que a 20 kilómetros de París unos jóvenes pueden matar a un hombre por robarle su cámara de fotos? A veces hay que tener el coraje de pararse y decir: esto es lo que pasa. Y en el caso de Francia, ese tema es el de la inmigración. Aquí ha habido muchas inmigraciones: rusos, polacos, italianos, españoles, y todos se integraron. Antes, ser inmigrante era una oportunidad. Ahora, una desgracia.
P. ¿Y según usted, cómo se logra integrar a esos inmigrantes?
R. Hay que hablar de lo que Francia puede aportar a esos chicos. Pero claro, eso requiere un esfuerzo. Y un chico que duerme hasta las doce de la mañana y no hace nada, pues no logra nada. Y eso hay que decirlo. Hay que hablar claro. Hay muchos debates en los que no se hace.
P. Todo gira sobre uno de sus temas favoritos: el de la identidad.
R. Si usted empieza a aprender la cultura y la lengua francesa, a los 20 años de vivir aquí será francés. Conservará, como una riqueza, sus orígenes españoles, pero será francés.
P. Usted es ya francés, pues.
R. Sí, pero mi origen ruso me da una distancia, un ángulo diferente de ver las cosas, de apreciarlas. Si usted se atreve a escribir un libro sobre París lo hará como español y como tal verá cosas que los parisinos, a fuerza de estar aquí, han dejado de percibir. Y eso sería bueno también para esos jóvenes de los barrios de las afueras. Imagínese: saben árabe. Eso es una riqueza, como he dicho. Pero en vez de utilizarla para abrirse a la cultura francesa se encierran en esa propia cultura árabe, que en Francia, claro, es más pobre que en los países árabes. Muchos de esos jóvenes no quieren convertirse en franceses por la influencia del islamismo, y también porque así se diferencian, eso explica su agresividad. En el fondo, son las últimas víctimas de un juego perverso de esta sociedad, que cada vez se parece más a la soviética.
P. ¿Sí?
R. Sí. Aquí parece que todo está dirigido: el rol social es el de consumir: consumir, producir, dormir, y vuelta a empezar. Eso nos convierte en buenos ciudadanos completamente descerebrados. Contra eso hay que rebelarse. Yo me rebelo. También está la competencia.
P. ¿La competencia?
R. Mire: las gentes de mi generación siempre dicen: "Yo nunca fui comunista". Bueno. Yo sí lo fui. No lo oculto. Pensé que llegaría el día de la Gran Fraternidad, en que nadie pensara en arrebatar al otro su trozo de pan, en esa competencia. Porque ustedes en Occidente viven en una total competencia. En la oficina, ese mira lo que hace el otro. Ahí, un escritor espía lo que ha escrito otro. Jamás he recibido más críticas que cuando gané el Goncourt. Occidente está organizado alrededor de la competencia entre unos y otros, desde la escuela. Me pregunto si la verdadera amistad puede florecer aquí.
P. ¿Y en Rusia?
R. La Rusia que yo viví durante 30 años desapareció. Y el capitalismo que le sucedió era caricaturesco. Yo no quería vivir en una sociedad caricaturesca. No quiero. Pero una cosa: los rusos adolecen de todos los defectos del mundo, pero gozan de una ventaja: una gran experiencia histórica que les hace pasar rápido por las distintas etapas. Por eso ya empiezan a superar la fascinación y la seducción occidental y a rechazar ese mundo. Ya se dicen que la vida no consiste en construirse un palacio, ni tener diez amantes, ni beber champán para desayunar. Rusia comienza a mirar de nuevo hacia las cuestiones existenciales.
P. ¿Por eso que se denomina un poco tópicamente el alma espiritual rusa?
R. Eso es un tópico, cierto, pero que tiene algo de verdad. En Francia, todo es muy equilibrado: todo tiene un orden, y eso atrae y fascina a los rusos, que propenden a la anarquía. Pero al mismo tiempo, aquí, les falta algo.
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