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Columna
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Denuncias

Como sabe bien cualquier lector de Primo Levi o de los memorialistas de guerra, las situaciones críticas suelen desnudar el alma de los hombres: sacarles la cáscara y dejarla expuesta, casi como para mirarla al trasluz. En tiempos de molicie y bienestar todo el mundo es bueno, o al menos cortés; pero basta con que alguien sienta roer los cimientos de su comodidad para que la bestia que anida dentro de él se desperece y opte por las dentelladas. Consciente del axioma hobbesiano de que en el interior de cada hombre hay un lobo que devora a otros hombres, el municipio de La Línea de la Concepción, en Cádiz, ha aprovechado la tesitura de la crisis (de dinero, de fe, de confianza, de valores) para abrir la puerta de la perrera. El ayuntamiento, reducido al raquitismo por la falta de ingresos y por la racanería del gobierno central, necesita engordar sus arcas; la multa de tráfico suele ser el recurso predilecto de todo ayuntamiento y el de La Línea lo practicaría a rajatabla si dispusiera de suficientes efectivos policiales, que no dispone; la solución salomónica pasa no por no multar (¿estamos locos o qué?), sino por disparar el número de policías al infinito: por convertir a todo el mundo en policía, sin necesidad de placa ni curso preparatorio. Desde hace unos días, el ciudadano de la localidad gaditana cuenta con un teléfono y una página web donde puede denunciar, aportando una fotografía u otra prueba vagamente documental, a cualquier convecino que infrinja las normas de circulación. El suelto en que he visto anunciada la noticia deja en la oscuridad dos puntos, me parece a mí, relevantes y que pueden vigorizar a los amantes de la justicia: si la denuncia es anónima; si el denunciante percibirá un porcentaje de la multa a modo de recompensa.

No se me ocurre modo más idóneo, repito, de desembozar al perro (o lobo, o mixto lobo) que todos cubrimos con nuestra pacífica piel de ciudadano, esposo y padre. Dejando de lado el inconveniente menor de las pruebas, que pueden manipularse sin mayores costos, esto equivale a invitar a todo hijo de vecino a que se vengue de ese congénere por el que tradicionalmente siente tanta inquina, el que le rayó el coche aquel día o le salpicó el patio con lejía, el que le miró de mala manera al entrar en el café, el que es más guapo o más alto y tiene una novia más rubia. Doy por descontado que aparcar momentáneamente en doble fila para comprar el pan o saltarse un semáforo de peatones que nadie cruza son actos cotidianos de los que no se halla libre ningún santo: bastará con que el interesado se aposte en el lugar oportuno a la hora adecuada, pertrechado con su máquina de fotos o el móvil, para dar curso al placer de la venganza. Se me objetará que me burlo de iniciativa tan loable y de que se invite al ciudadano a comprometerse y a sentir como suyo cualquier atentado que se produzca contra la cosa pública, y yo responderé que es verdad, pero que no me fío. En un universo de criaturas kantianas, motivadas por la recta razón y la responsabilidad moral que se deriva de su ejercicio, nada habría más natural que la delación pública; que el hecho de denunciar la conducta de aquel ser insolidario que, al infringir la norma común, atenta contra la libertad de todos. Robespierre, que no sé si habría leído a Kant pero que compartía de seguro sus puntos de vista, confió en la integridad ciudadana e instauró el Comité de Salud Pública, donde cualquiera podía señalar y enviar a la prisión y al cadalso al traidor a la causa revolucionaria: el resto es sangre e historia. Al menos en La Línea no pretenden guillotinar a nadie; se contentan con vaciarle los bolsillos.

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