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Columna
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El fútbol recobrado

A medida que uno se hace mayor, nunca se sabrá si tanto como merece, no es que se le caigan los pantalones en plena ceremonia de entrega del premio Cervantes, como le ha ocurrido por fortuna al gran José Emilio Pacheco hace unos días, en un descuido gracioso que habría sido trágico protagonizado por un Pedro Yihad Ramírez cualquiera, pero se trata de una anécdota sustanciosa en la que no me extenderé. Podría hacerlo recurriendo a cierta escatología reinante. Por ejemplo, en los alrededores de la liturgia literaria sobre los toros. Si el tal José Tomás, otra vez herido casi de muerte por el asta de un morlaco llamado Navegante en la plaza de Aguascalientes (México) desea ser abierto en canal en el centro mismo de sus intimidades, pues que lo haga de una vez y se acabó un mito que siempre ha deseado perpetuarse como mito a condición de exponerse hasta el extremo pero siempre sin resultado de muerte. Es la entrega a una boba escatología de televisión que desborda cualquier previsión del futuro que Guy Debord atribuía a La sociedad del espectáculo para transmutarse en un tan recio como desesperado espectáculo de la sociedad. ¿Arte? El del toro.

Lo que me interesa en esta noche de un lunes cualquiera es señalar que el rito colectivo ya sólo se ritualiza en la medida en que recurre al ocultamiento y a la perseverancia de una ritualización ad hoc. Y al glamour, esa impostura que compartían Marilyn Monroe o Andy Warhol sin ni siquiera proponérselo y que les llevó irremediablemente a la desdicha. No por ello hay que recurrir a criterios de severidad, que además de resultar más tediosos todavía funcionan como trastos incapaces de explicar nada de interés. Todo es mucho más parecido a esos bancos de millares de peces en comunión que se ven en los documentales y que se dirigen a un destino de apariencia errática hasta que se cruzan sin desearlo en el camino del depredador ante el que sucumben. Siempre me ha impresionado esa desproporción numérica, que miles de peces unidos en su trayectoria como una masa sólida no consigan escapar de las funestas intenciones del escualo que los observa con la peor de las intenciones.

Y así en el fútbol, asunto casi olvidado en el periodo de la Transición, como los toros, y ahora recobrado. Con más millones en juego, claro. No sé lo que pasaría si el toro siempre indultado se viera forzado a ese tormento tres veces a la semana. Como tampoco sé qué pasó con el boxeo, ese deporte de caballeros en el que dos tíos más o menos fornidos se dan de hostias hasta que uno de ellos busca la barrera de la lona o de las cuerdas como un toro malherido para hincar la rodilla. Se ve que ha sido sustituido en la épica popular por el tenis, donde dos atletas de postín se limitan al menos a golpear una pelota valiéndose de una raqueta. Ahí se resume lo que va desde la espada a las armas de fuego. Y todo despierta idéntico entusiasmo en las gradas, sin las que todo ese esfuerzo no valdría para nada.

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