Cuscús a la valenciana
Una ruta por restaurantes magrebíes en la ciudad que recupera una sabrosa herencia culinaria
Las sociedades pasan, las culturas se suceden... sólo los sabores permanecen. En esta labor están empeñados varios restauradores valencianos y marroquíes, decididos a recuperar con los matices del siglo XXI las esencias y los gustos de aquella esplendorosa Valencia árabe y morisca que hizo llorar a sus reyes y poetas cuando la abandonaron definitivamente obligados por la guerra o la intolerancia.
En los últimos años, a ambos márgenes del antiguo río, se ha configurado una ruta gastronómica de cocina magrebí que cubre los barrios históricos, con su subsuelo de ruinas árabes, mezquitas y palacios, y los nuevos ensanches, situados extramuros de la ciudad medieval, donde se cultivaban los productos de huerta y se extendían los jardines de flores.
El legado común es la oliva, la almendra, la leche, los dátiles, el pan, los cereales, las frutas y... las especias. Un paladar siempre sorprendente que procuran la canela, el comino, el jengibre, el clavo o las aguas perfumadas. Es una gastronomía que adora la carne, en especial la de cordero y pollo, pero que comienza a abrirse a otros productos como el pescado y el marisco, incluidos ya como tajín o cuscús en sus restaurantes.
Intramuros. En el centro de Valencia, muy cerca del antiguo barrio musulmán de la Xerea, junto a la calle de la Paz, sin duda una de las más bellas, comienza esta ruta.
Al Adwaq. Cerca de la antigua universidad y de su claustro, presidido por Luis Vives. Un pequeño local con una carta escueta y sabrosa y ambientación tradicional. De primero, el zaaluk, pulpa de berenjena con tomate y cilantro. De segundo, el tajín de pollo dulce con almendras y sésamo.
Sáhara. Una veintena de mesas, con atmósfera típicamente marroquí y, de vez en cuando, actuaciones de danza del vientre. Recomendaciones: humus y los pinchos de pollo macerado con ajo y limón.
Al Munia. Cerca de los jardines del Parterre y de la estatua del rey Jaume I, que conquistó Valencia a los almohades, un local abierto fuera de horas para tomarse la revancha con unos buenos falafel de verduras.
Russafa. El imaginario árabe está lleno de jardines, huertos, paraísos y palacios. Todas las ciudades califales, y otras muchas de menor rango, tenían su edén. El de Valencia se llamaba Russafa y hoy sigue siendo uno de los barrios con más sello de la capital. Los descendientes de aquellos moriscos, expulsados hace cuatro siglos, vuelven a recorrer las veredas de Russafa, pero ahora con un salvoconducto de inmigrantes en los bolsillos.
Aleimuna. En este enclave multicultural, artístico y alternativo se encuentra un restaurante moderno e íntimo para degustar el tajín de ternera con albaricoques y nueces, o el yogur de la casa, con vainilla, almendras y azahar.
A la sombra del botánico Dukala. Siempre extramuros, más allá de la antigua muralla medieval que rodeaba el núcleo histórico, cerca del IVAM, encontramos Dukala. Noreddine Lameghaizi, en los fogones, y Juan Pérez, en la sala, fueron pioneros en la restauración andalusí valenciana. Su precioso local, cerca del Jardín Botánico, dispone de comedor independiente para grupos. El cordero al azafrán es una de las tentaciones de la carta.
Pla del Real Balansiya. En otra periferia, la de la zona universitaria, a pocos metros de la nueva mezquita de Valencia, otro clásico. Su nombre quiere decir Valencia en árabe. Lo regenta Amparo, convertida al islam, junto a su marido marroquí. El tajín de ternera es de nota y los almendrados a la canela, también.
Al Menara. También en este barrio del Pla del Real, con reminiscencias de sultanas y divanes de hace ocho siglos, abre sus puertas Al Menara. Económico y con postres lujuriosos.
Aljuzama. En este restaurante seducen sugerencias como el cordero al horno con pasas o el paté de berenjenas.
Al final del río Amán. En los nuevos barrios generados en los alrededores de la Ciudad de las Artes y las Ciencias, en la zona de los antiguos caminos que unían la ciudad con el mar, Amán. Abdel, filólogo metido en harinas, es el alma de este local, el más reciente y moderno de la ruta, con música ambiental a base de jazz y un poco de raí. La bastela de pollo, miel y almendras es una de sus especialidades. Otras exquisiteces son las croquetas de sardina, el cuscús de dorada y el salmón con salsa de espinacas. De postre, chocolate con nueces y coco.
Y el té, claro. La próxima vez que lo tome, fascine a sus amigos con esta reflexión del poeta Abadía Zrika: "Todo el universo se encuentra en la tetera. La bandeja redonda representa a la tierra; la tetera, al cielo; los vasos, a la lluvia. El cielo, a través de la lluvia, se une a la tierra".
Emilio Garrido es autor de La bañera de Ulises (Calamar Ed.).
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