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Crítica:PURO TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

¿Dónde está Wally?

Marcos Ordóñez

A finales de los ochenta, el actor y dramaturgo Wallace Shawn viajó a diversos países de lo que suele llamarse "Tercer Mundo" y sufrió una triple crisis ("vital, política, artística") que plasmó en The Fever (La fiebre), un monólogo de alrededor de dos horas que acaba de estrenarse en el Lliure, en versión catalana de Marc Rosich, protagonizado por Eduard Farelo y dirigido por Carlota Subirós, que ya había puesto en escena, en el mismo teatro, otras dos obras suyas: la primeriza Marie y Bruce y la culminante El oficiante del duelo. Durante un tiempo, Shawn representó su monólogo en las casas de sus amigos y luego lo estrenó en el Public Theater de Joe Papp, en Lafayette Street. Tom Wolfe, inventor del término radical chic, habría salivado ante aquellas sesiones privadas: Shawn y su pandilla pertenecen a la crème neoyorquina y La fiebre es un apasionado alegato marxista a favor de los desheredados y contra los privilegios de su propia clase.

Eduard Farelo está formidable, altísimo de entrega y comunicación, y Carlota Subirós le ha dirigido de maravilla

De entrada, hay que reconocerle a Shawn un cuajo considerable: crecer en el Upper East Side y clamar por la revolución proletaria le habrá supuesto tantos insultos como sarcasmos. Su monólogo, sin embargo, no se puede zanjar de un plumazo: es un texto extremo en el que coexisten una lucidez apabullante con una ingenuidad palmaria. El dramaturgo (o su álter ego de ficción) despierta en la mugrienta habitación de hotel de un país indeterminado en vísperas de una ejecución pública. Desde allí, sacudido por la doble fiebre de una enfermedad tropical y de la conciencia súbita, repasa su dorada existencia anterior y nos narra los previos aldabonazos (visiones del horror, conversaciones con supervivientes, descubrimiento y lectura de El capital) que le llevan a concluir, y resumo mucho, que "toda esa gente es asesinada a diario para que yo y los míos podamos seguir con nuestro estilo de vida". Líbreme Dios de tomarme a chacota su pasión y buena parte de su análisis, que a grandes trazos comparto, con un pequeño matiz diferencial: las consecuencias del marxismo no han sido precisamente idílicas para los desfavorecidos, y alguna reflexión al respecto tampoco estaría de más. Pero no es sólo eso lo que me deja pensativo. Cuando Shawn se cae del caballo, por así decirlo, ronda los cuarenta años. Quizás sea una edad un poco tardía para percibir, por ejemplo, que "necesitamos a los pobres para que hagan todos los trabajos sucios". De acuerdo, cada uno sigue su propio proceso y más vale tarde que nunca, aunque, si mucho me aprietan, confesaré que tampoco me parece necesario ir tan lejos para presenciar ejecuciones: a Tejas se llega en autocar. Y basta con pasearse por Nueva York (o hablar un rato con tu criada) para percatarse de las salvajes desigualdades del sistema. Ahí sí puedo empezar a ponerme un poco chungón, porque la fiebre tropical (y existencial) es mucho más suculenta escénicamente, y podemos mentar a Kurtz, y revestir el viaje de una prosopopeya romántica un tanto fastidiosa. Por supuesto que el texto de Shawn tiene momentos estremecedores, como cuando compara las fotos de los torturados, con los rostros hechos pulpa, y sus imágenes anteriores, "aquellas caras sonrientes, tímidas, bondadosas", o al examinar, con precisión quirúrgica, los implacables mecanismos de dominio de los poderosos: en esa percepción helada de lo que tiembla en la punta del tenedor, como diría Burroughs, La fiebre alcanza sus más altas cotas de verdad, de indignación moral. Luego el narrador se revuelca en un lodazal de culpa, una auténtica lucha en el barro consigo mismo; una culpa desmesurada, masoquista, jeremiaca y, a mi juicio, rotundamente estéril, pero ya llegaremos a eso. Aquí hago una pausa para comentar el espectáculo. Eduard Farelo está formidable, altísimo de entrega y comunicación, y Carlota Subirós le ha dirigido de maravilla, atenta a todos los giros y matices del relato. Tal vez, por una muy loable intención de sobriedad, le falte un poco de convicción física en las embestidas alucinatorias, pero ésa es una pega diminuta frente a lo mucho que consigue: Farelo te atrapa y te lleva, salvo en los pasajes en que el texto (ya algo podado) gira sobre sí mismo y se hace reiterativo. La iluminación de Mingo Albir es otro puntazo: en sus manos, el espacio desnudo muta de nido protector a pozo abisal y hasta fantasmagoría de redondel taurino. Volvamos al texto. Prefiero al Shawn que te la mete doblada, como en Aunt Dan and Lemon, donde una dama deliciosa y cultivadísima proclama, muy razonadamente, su adoración por Hitler. Esa confrontación me parece más eficaz que escandalizar a los amigos ricos o predicar a convencidos: mucho me temo que La fiebre pertenece a ese tipo de obras de las que sales diciendo: "Cuantísima razón, parece mentira, vamos a cenar". Y ahora llega el apartado de la culpa. En el último tercio de la función, Wallace Shawn llega a conclusiones pero que muy radicales. En primer lugar, comprende, como un aristócrata de novela rusa, que un día le darán mulé porque "la única salida es acabar con nosotros". No digo que no tenga razón, pero espero que empiecen por arriba y nos dé tiempo a los de en medio a pillar un vuelo baratito. "Entre tanto", afirma, "sigo llevando una vida corrupta, como todos vosotros, porque no hago nada para cambiar ese estado de cosas". Y es consciente, a guisa de corolario, de que "las obras de arte no cambian la vida de los pobres". Son palabras que comprometen una barbaridad. Comprometen, de hecho, la mismísima representación de la obra, que acaba con esta enigmática frase: "Estoy cayendo". ¿Cayendo en la cuenta? ¿Cayendo en la reiterada corrupción? ¿Dónde estás exactamente, Wally? Está claro que no vas a seguir las sugestivas enseñanzas de Preston Sturges en Los viajes de Sullivan, así que desechemos esa opción. Yo veo otras dos: la primera, seguir machacándote y seguir mostrándolo en selectos escenarios. Da gustito y algunos réditos, pero acaba escamando al público. La segunda, tan radical como el texto, es meridiana: no hace falta que los cooperantes de Norte o Sur te la cuenten.

La fiebre, de Wallace Shawn. Dirección de Carlota Subirós. Intérprete: Eduard Farelo. Teatro Lliure, Barcelona. Hasta el 28 de marzo. www.teatrelliure.com/

Eduard Farelo, en una escena de <i>La fiebre,</i> de Wallace Shawn, con dirección de Carlota Subirós, en el Lliure de Barcelona.
Eduard Farelo, en una escena de La fiebre, de Wallace Shawn, con dirección de Carlota Subirós, en el Lliure de Barcelona.ROS RIBAS

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