El gran animal que acecha en la selva
No conocía la existencia de la canadiense Mavis Gallant hasta que un amigo, el escritor Ricardo Menéndez Salmón, me la recomendó. Lumen ha sacado un gordísimo volumen con 35 cuentos, que es lo que he leído de ella. Al parecer ha publicado también dos novelas, pero sobre todo se la conoce por sus relatos. A lo largo de su vida ha escrito un centenar, y el libro de Lumen es una selección que ella misma hizo en 1996. Gallant, dice la solapa, es una "firme candidata al Premio Nobel". Como tiene 87 años (nació en 1922) mucho me temo que se quedará para siempre jamás en esa promisoria pero incumplida firmeza. En cualquier caso, me parece mucho más interesante que la gélida Margaret Atwood, la candidata eterna de Canadá. Esa diosa arbitraria que es la Fortuna siempre sonríe de manera torcida: ¿por qué algunos autores tienen más fama y reconocimiento del que parecen merecer y otros se quedan tan escasos? Curiosamente, Mavis Gallant es una escritora bastante ignorada en todo el mundo. Tal vez influya el hecho de que reside en París desde los años cincuenta; es decir, es una mujer exiliada, periférica a su propia cultura, con una vida construida en las afueras. Probablemente eso diga también algo de su personalidad: un talante extramuros. Y más allá de las murallas sopla mucho el viento.
Exiliados de sus propias vidas, sus personajes miran la realidad con ojos redondeados por el estupor
Cuando yo era pequeña, por razones que no vienen al caso, me leí voraz e indiscriminadamente la biblioteca personal de un tío mío. Quiero decir que con nueve o diez años me lo tragaba todo, novelas para mayores que no entendía en absoluto, pero que me parecían fascinantes. Recuerdo, por ejemplo, Las uvas de la ira de John Steinbeck, y cómo me leí el libro de cabo a rabo sin poder comprender qué sucedía, pero sintiendo cómo me rozaban las torrenciales emociones que cruzaban sus páginas. Eso era para mí la vida adulta: ese mundo agitadísimo, esa realidad intensa y enigmática que pensaba que podría entender cuando creciera. La vida era un volcán que me esperaba.
Pues bien, leyendo los relatos de Mavis Gallant me he sentido un poco igual que con aquel Steinbeck de mi niñez: me ha parecido que no acababa de entenderlos, que no comprendía el porqué de las acciones de los personajes, que algo se me escapaba irremediablemente y que en ese algo se encontraba el secreto del mundo. Cuidado: no estoy diciendo que Gallant sea una autora inconsecuente, inverosímil o inconsistente. Estoy diciendo que, de alguna manera, la muy maldita consigue apresar la esencial incoherencia de la vida y reflejarla. Porque la existencia es incomprensible: tampoco cuando crecí conseguí entender nada. Como mucho, a veces nos parece estar a punto de saber, a punto de ver y de resolver el jeroglífico. Pero luego siempre se nos escapa. Todo forma parte del mismo sueño o la misma pesadilla.
Los relatos de Gallant son por lo general bastante largos: de hecho, algunos son nouvelles, esa pieza intermedia entre novela y cuento. Son textos de tiempo lento, con muchos diálogos y fundamentalmente atravesados por el desconcierto. Hay un tumulto de emociones y de sentimientos deambulando por ahí, pero es como si los individuos no tuvieran la clave para poder descifrarlos. A menudo, uno de los personajes parece estar fuera de la acción observándolo todo. Ya digo, el talante extramuros. O esa falta de plena integración con el entorno que, según Vargas Llosa, padece todo escritor. En Mavis, esa ajenidad es muy patente. Exiliados de sus propias vidas, sus personajes miran la realidad con ojos redondeados por el estupor. Al igual que tú al leer los relatos, ellos tampoco parecen entender gran cosa; pero, también como tú, están encandilados y asustados por la vida, por algo que es mucho más grande que ellos y que se mueve cerca, que merodea, que les acecha como un gran animal escondido en la selva.
De cuando en cuando, el ramaje se agita, se entreabre y deja atisbar durante medio segundo el borroso flanco del gran bicho. Y así, los cuentos de Mavis Gallant suelen tener de pronto una imagen brutal, tres frases despiadadas, un rayo de sentido que parece recorrerlos de manera fulminante de arriba abajo. He aquí un ejemplo: Carmela, la criadita italiana de doce años de los Unwin, un matrimonio británico que vive en la Italia de Mussolini, no entiende a sus señores y no comprende absolutamente nada de lo que está sucediendo en el mundo. En realidad, ya tiene bastante trabajo con sobrevivir. Un día se topa con una escena inesperada: el amable doctor Chaffee, el médico del pueblo, toda una autoridad para ella hasta ese momento, es llevado a punta de pistola calle arriba junto con otros judíos. Chaffee, que viste un elegante traje oscuro, la ve al pasar; ella lo mira con vergüenza, porque no se ha tomado las pastillas que le mandó. Entonces el doctor "hizo un alto, sonrió y agitó la cabeza. Había algo a lo que decía no. Aterrorizada, (Carmela) miró de nuevo y esta vez él levantó su mano con la palma hacia afuera en un curioso gesto que no era un saludo. Le empujaron. Nunca más le vio". Mucho más adelante, en la línea final del cuento, nos enteramos de cuál era el ademán que había hecho el doctor: "Una sonrisa, un gesto, la sosegada bendición de un hombre, eso fue lo que ella retuvo para el presente". Chaffee ni siquiera es un personaje principal del relato, pero, ah, ese tipo sonriendo y bendiciendo a una niña desde el borde del abismo... Ese relámpago ilumina la oscuridad y por un instante te parece poder ver el lomo de la bestia, el color de su pelo, incluso llegar a adivinar de qué animal se trata. Pero luego la resplandeciente luz vuelve a apagarse y seguimos, como siempre, sin saber nada. -
Los cuentos. Mavis Gallant. Traducción de Sergio Lledó. Lumen. Barcelona, 2009. 936 páginas, 35,90 euros.
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