La cortesía sale cara
La pregunta es: ¿cuánto le debe el hombre más rico del mundo a la amabilidad de sus compatriotas? O, planteado de forma más concreta, ¿cuánto facturan Telmex y Telcel -las compañías de telefonía fija y celular propiedad del magnate Carlos Slim- gracias a los minutos que los mexicanos dedican a saludarse y a despedirse amablemente? No hay estudios sobre eso -ni serios ni de los otros-, pero si existieran tengan por seguro que el resultado sería abrumador. Carlos Slim sería mucho menos rico en países como los europeos, donde la gente suele ir al grano. Nadie en España, Francia o Alemania incluye sistemáticamente en sus conversaciones telefónicas un repertorio tan variado de fórmulas de cortesía.
Se dedican muchos minutos de teléfono al saludo y a la despedida
Los mexicanos prefieren perder dinero a renunciar a su amabilidad
A lo anterior hay que añadir un dato que no es baladí. El mexicano está convencido de que sus tarifas telefónicas están entre las más altas del mundo. ¿Hay datos sobre esto? Sí, a favor y en contra. Desde hace años, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) viene sosteniendo que México se encuentra dentro de los cinco o seis países con las tarifas telefónicas más caras. Además de México, figuran en esa lista Polonia, República Checa, Turquía, Hungría y Eslovaquia. También es verdad que, cada vez que esa lista se publica, los responsables de Teléfonos de México (Telmex) saltan a la palestra para argumentar que sus tarifas no sólo no son las más caras, sino todo lo contrario. Hay un dato que le gusta exhibir a Daniel Hajj, el director de Telcel: su compañía tiene 58 millones de clientes, de los cuales sólo 2.800 han presentado algún tipo de queja, lo que vendría a demostrar la satisfacción de los usuarios. Si bien es verdad que ese dato podría también servir para demostrar otra de las realidades de México: el mexicano protesta poco, muy poco, lo que llama la atención en un país donde 53 millones de personas (el 49,3% de la población) viven en la pobreza. Tal vez se proteste poco por una cuestión de carácter. O tal vez porque se ha llegado a la conclusión de que las protestas caen en saco roto. Y, ya que no hay pan, al menos que haya alegría.
Así que, puestos a elegir, los mexicanos prefieren renunciar a un buen puñado de pesos todos los meses que a su amabilidad congénita. Una amabilidad que el extranjero que se traslada a vivir a México -abrumado y tal vez asustado por las noticias que tiñen al país de un intenso color rojo sangre- no tiene en cuenta al principio, pero que poco a poco va cautivándolo, incluso colonizándolo, hasta el punto de que cuando regresa a su país de origen se siente casi ridículo al pedir las cosas por favor, con una sonrisa. Pruebe si no a subirse en un taxi de Madrid, y después de preguntarle al conductor cómo está y alegrarse con un ¡qué bueno!, si la respuesta es favorable, pídale que le lleve "si es tan amable" a una u otra dirección. Y luego compare la respuesta con la que recibiría en México: "Claro que sí, joven -da igual la edad del cliente-. Con mucho gusto. Estamos para servirle".
La amabilidad contagiosa del mexicano es tal -aunque tenga que pagarla mes a mes en la factura de su celular-, que la recién nombrada secretaria de Turismo acaba de declarar que pretende convertirla en un reclamo, casi al mismo nivel que el azul turquesa de las playas del Caribe.
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