El euro del futuro
En las últimas semanas, los mercados han mandado un mensaje muy claro a las autoridades europeas: el futuro del euro está en duda. La divisa se ha depreciado un 10% desde diciembre y los spreads de la deuda soberana de varios países europeos han aumentado rápidamente. El razonamiento de los mercados es conocido: la situación fiscal de varios países europeos es muy frágil, y las perdidas de competitividad acumuladas en los últimos años, muy importantes; y, por tanto, la única alternativa a un largo periodo de estagnación es la reestructuración de la deuda o la devaluación. Lo cual implicaría abandonar el euro.
La situación es mucho más compleja que este simple análisis, sin duda, pero no por ello la gravedad es menor. Los países identificados por los mercados como más vulnerables (Grecia, España, Portugal e Irlanda) tienen grandes problemas estructurales; problemas conocidos que las autoridades de los respectivos países no han afrontado a tiempo. Es notorio que Italia, país tradicionalmente asociado con la incertidumbre fiscal debido a su elevada deuda, o Bélgica, que a la elevada deuda une una tremenda fragilidad institucional, sean considerados por los inversores países más seguros que los mencionados. La razón es similar: estos países acometieron reformas estructurales de manera preventiva en lugar de dejarlo todo para más adelante. Por ejemplo, Italia reformó las pensiones y solucionó el problema del desgaste fiscal de largo plazo asociado a la evolución demográfica, y ahora tiene un perfil de deuda pública relativamente estable.
Los casos de Grecia y España son sintomáticos de los problemas a los que se enfrenta la unión monetaria. Grecia tiene el futuro más complejo. Al deterioro de su competitividad se une un nivel de deuda muy elevado, una tasa de ahorro nacional muy baja -y, por tanto, una alta dependencia de los flujos de capital extranjeros- y un sistema institucional de bajísima credibilidad debido a un pasado plagado de sorpresas. Son ya tres veces en los últimos 10 años que Grecia descubre que sus cuentas fiscales no son correctas. Ante tal tradición de opacidad, no es extraño que los inversores duden de la solvencia del país.
El caso español es diferente, ya que se enfrenta a un problema que se ha discutido hasta la saciedad: la ausencia de reformas estructurales que ponen en seria duda la competitividad y el crecimiento económico futuro. Es triste que, tras muchos años de advertencias de la profesión económica y de las instituciones internacionales, haya hecho falta la presión de los mercados para que las autoridades españolas hayan tenido el coraje de poner en marcha las reformas necesarias. Más vale tarde que nunca.
Pero más allá de la turbulencia financiera inmediata, lo que está en juego es el futuro de la unión monetaria. El marco de política económica que se creó para la eurozona, con una política monetaria común y políticas fiscales nacionales supervisadas por el Pacto de Estabilidad y Crecimiento (PEC), no consideraba la posibilidad de que la política fiscal tuviera que ser usada de manera activa. De ahí el requisito de presupuesto equilibrado, que debería proporcionar espacio fiscal para el uso de los estabilizadores automáticos (el aumento del déficit durante las recesiones debido a la caída de los ingresos fiscales y el aumento de las prestaciones de desempleo). Tampoco consideró la posibilidad de una recesión tan profunda como para desestabilizar el equilibrio fiscal de la eurozona, o la emergencia de desequilibrios internos tan amplios.
La decisión de esta semana de las autoridades europeas de mostrar su apoyo al Gobierno griego y dejar implícitamente claro que saldrán al rescate si los mercados dificultan la refinanciación de la deuda es una decisión histórica, ya que contradice el espíritu de la cláusula de no rescate de los tratados. La arquitectura original de la unión monetaria quería evitar precisamente esta situación, donde algún país se hubiera aprovechado de la falta de disciplina de mercado que proporcionaba la moneda única y adoptara una política económica irresponsable. Esta preocupación fue la razón fundamental para no adoptar una política fiscal común, privando a la zona euro de uno de los elementos necesarios de un área monetaria óptima.
Visto en perspectiva, el fiasco del PEC en 2004, cuando el Ecofin tomó la decisión política de ignorar la petición de sanciones contra Alemania por su incumplimiento del PEC, fue una llamada de atención sobre las ineficiencias del marco de política fiscal europeo. Ahora estas ineficiencias se han hecho mucho más visibles y generan varias cuestiones: ¿necesita la eurozona una política fiscal centralizada que facilite el ajuste durante periodos de recesión intensa o cuando ciertos países se enfrenten a shocks económicos asimétricos, privados éstos de la alternativa de la devaluación? ¿Es necesario vigilar los déficit (y superávit) por cuenta corriente de los países de la eurozona y corregir los excesos de manera preventiva? En otras palabras, ¿es necesaria una mayor coordinación de las políticas económicas europeas? ¿Habría que obligar a Alemania a adoptar una política mucho más expansiva para compensar el ajuste fiscal de los países más frágiles?
Es un debate similar al debate sobre el riesgo moral en el sistema bancario. Si se concluye que cada país de la eurozona presenta un riesgo sistémico para el resto de los países miembros, entonces puede ser óptimo organizar ex-ante un sistema de política fiscal común, obligando por ley a los países a que equilibren su presupuesto cada año (la soberanía fiscal se limitaría a decidir la composición del gasto, pero no el volumen) y usando el presupuesto común para modular las fluctuaciones cíclicas.
El rescate anunciado el jueves sugiere que un presupuesto europeo y una mayor coordinación parecen necesarios. El euro del futuro se ha empezado a definir esta semana.
Ángel Ubide es investigador visitante del Peterson Institute for International Economics en Washington.
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