El final del caso Frêche
La expulsión del Partido Socialista Francés de George Frêche, el que fuera alcalde de Montpellier, tras sus reiteradas manifestaciones racistas, contribuirá a la higiene de la vida pública francesa
Desde luego, el caso Frêche es increíble.
He aquí que un responsable socialista, presidente de una gran región francesa, afirma tranquilamente sobre su compañero de partido Laurent Fabius que "votar por ese tipo en Alta Normandía" le "resultaría problemático", porque "no me parece que tenga una jeta muy católica".
Y he aquí también que todo un sector de la opinión pública, socialista y no socialista, se precipita en socorro, no del ofendido, sino del ofensor, para explicarnos que por esperar no se pierde nada; que hay que dejar de ver el mal y, en este caso, el antisemitismo por todas partes; que sólo era una forma de hablar, una broma, un retruécano. Incluso el mismo Gérard Depardieu -sí, el gran Gérard Depardieu en persona-, cuyas intervenciones en política se cuentan con los dedos de una mano, ha cogido la pluma para pedir que dejen en paz al señor Frêche, porque el señor Frêche "ha hecho mucho por la región", porque el señor Frêche es "mucho más auténtico y más simpático que Martine Aubry y compañía", y porque el señor Frêche no ha hecho nada más que decir en voz alta lo que en su propia familia -la de Depardieu- y en todas las familias en las que "nadie sabía leer ni escribir" y el padre "bebía" siempre se oyó decir en voz baja.
El PSF debiera haber expulsado a Frêche ya en 2006 cuando llamó inhumanos a un grupo de harkis de Montepellier
La incontinencia verbal de un anciano nos recuerda que ni la necedad ni el populismo son patrimonio de un solo bando
El problema, querido Gérard Depardieu, es que el señor Frêche sabe leer y escribir, y que cuando se sabe leer y escribir, se es responsable de lo que se dice.
El problema es que cuando se es el señor Frêche, es decir, un representante de la República, el alcohol no es excusa para el antisemitismo, el racismo ni la obscenidad.
El problema, la verdad sea dicha, es que es mejor callar, no mezclarse en política, que aceptar, como usted parece hacer, verla reducida -la política- a ese grado cero que es la afirmación del carácter más o menos "simpático" o "auténtico" de éste o aquél: eso era lo que antaño se decía de Jean-Marie Le Pen; ésa era, a ojos de los ingenuos, su fuerza y su mejor baza. Entonces, se decía: "Al menos, él habla sin tapujos; al menos, él no tiene pelos en la lengua; estamos hartos de ese lenguaje aséptico, de esa jerga, de esa lengua remilgada que usa el establishment y con la que él tiene el mérito de haber roto". Eso era lo que se decía, sí, y eso le bastó para agenciarse un "simpático" puesto en las tribunas y en los corazones. ¿Había que llegar a esto? ¿Cómo ha podido un hombre como usted caer en la trampa de una simpleza tan burda?
Porque la verdad es que si dejamos pasar una frase semejante, si dejamos que un responsable de ese nivel se exprese como un bruto achispado o, según dice usted, como el humorista que tampoco es...; en resumen, si dejamos que un edil que, en efecto, tal vez haya hecho "grandes cosas" por "su región", hable de Laurent Fabius como Maurras hablaba de Blum o de Mandel, entonces, querido Depardieu, y no quiero dramatizar, ni emplear palabras grandilocuentes, ni dar a este asunto más importancia de la que tiene la incontinencia verbal de un anciano que nos recuerda que ni la necedad ni el populismo son patrimonio de un solo bando, entonces, digo, contribuiremos a una degradación espiritual de la vida pública que hacía mucho que no daba tantas señales de vida como en los últimos tiempos.
El Partido Socialista hubiera debido expulsar al señor Frêche en 2006, cuando se dirigió a un grupo de harkis de Montpellier tratándolos de "infrahumanos".
Hubiera debido echarlo cuando, en febrero y luego en noviembre de ese mismo año, repitió palabra por palabra las afirmaciones de Jean-Marie Le Pen sobre la selección francesa de fútbol, que, a sus ojos, se había convertido en un atajo de "cretinos" que "no saben cantar La Marsellesa", pues casi todos son negros. "Lo normal -explicaba sutilmente el alcalde de Montpellier- sería que hubiera tres o cuatro", pero con "nueve negros de once" ¡nos hemos pasado de la raya y es el alma de Francia lo que se ha perdido!
A este hombre tendrían que haberlo expulsado ya un año antes, cuando, tras haber justificado sus reveses electorales por el hecho de que su ciudad se había convertido -unas veces- en "un puesto avanzado de Tsahal" y -otras- en un "feudo de mujeres veladas" vinculadas a Al Qaeda, dijo, refiriéndose a sus administrados de origen magrebí: "Ahora no van a pretender imponernos su religión". Y luego: "El problema principal no es la religión, sino el número". Y aún: "Estamos hartos de ver a Francia culpabilizarse por la colonización"; a paseo esos "mamarrachos universitarios" que encontrarán algo que criticar en mi genial idea de crear, en la región en la que he llevado a cabo tantas cosas grandes, un "museo de la presencia de Francia en Argelia".
Finalmente, lo han hecho.
Desde luego, se han tomado su tiempo.
Pero nunca es tarde si la dicha es buena.
Los socialistas tienen que saber que la menor vacilación, la menor componenda, la más mínima maniobra o malabarismo ante la decisión de Martine Aubry tendría como efecto la descalificación por adelantado de todo lo que tuvieran que decirnos de tal debate sobre la identidad nacional o de tal patinazo de los señores Hortefeux o Besson.
El caso Frêche no es el caso Frêche. Es uno de esos indicadores, Michel Foucault habría dicho una de esas "secreciones del tiempo", en los que se pone en juego lo esencial, y en los que la política lava su honor o lo pierde.
Traducción: José Luis Sánchez-Silva
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