El complejo
Perdonen ustedes la tristeza, como decía el poeta. Llevo treinta años fuera de Galicia pero no he perdido de vista el horizonte de las brañas de Laíño; a veces me llevo a Rosalía a la cama para que me cure las penas del corazón; si encuentro a un gaiteiro en una esquina de mi ciudad le doy unas monedas pero, sobre todo, en muchas circunstancias de la vida, sobre todo las más adversas, Galicia ha sido una toma de tierra y, nunca, un complejo de inferioridad. No me considero por lo demás un buen patriota: soy del Barça, no milito en ninguna asociación ni tertulia gallega en el extranjero, ni mis pingües depósitos están en ninguna caja gallega. Ni siquiera mis hijos han heredado de mí la lengua aunque, por distintas vías, leen a nuestros clásicos mayores.
Todo el que haya palpado sus órganos vitales sabe que ser gallego es sumar, no dividir
Al cabo del tiempo empieza a haber distintas calidades de morriña: la de mi tío Plácido que en Buenos Aires escucha a una orquestilla crepuscular interpretar el pasodoble Ponteareas en el Centro Gallego, la de una peña deportivista en Suiza y una muy especial que es la de quienes, por muchos motivos, disimulamos nuestro Edipo con la tierra pero estamos prendidos a su abrazo tentacular y, muchas veces, asfixiante. Personalmente, he tardado muchos años en desprenderme de mi condición de gallego para, por paradójico que parezca, serlo todavía más. No me pregunten cómo se ha operado esta psicomagia: hay un poso de rabia por haber sido oprimidos, otro resquemor por haberme marchado y otro tanto de duelo por el futuro de nuestra cultura en manos de estos políticos que lo quieren reducir todo a un resultado operacional. No sé si es karma o es morriña, no sé si sube o si baja, no sé si es nacionalismo o panteísmo, pero el bicho está ahí.
Detecto de todas formas estos días que hay en marcha una gran resistencia a esa tarea de redefinición de lo gallego, esa misma resistencia de los grandes momentos de la historia que estremece no sólo a la cultura gallega sino la cultura universal. En mi opinión creo que el asunto está en que hay cosas que no pueden ser mercantilizadas o, mejor dicho, que la inmoralidad del mercado y los mercaderes con la cultura es manifiesta. Ya le he visto las orejas al lobo muchas veces, pero me sigo resistiendo a creer que el futuro se limita sólo a crear marca, a ser best-seller, recaudación, tráfico, páginas vistas y lo mantengo como actor de esta industria llamada cultural: la raíz no tiene por qué ser patrimonio del nacionalismo para prender en el árbol de la ciencia, está claro, pero tampoco puede ser arrancada de cuajo para no estorbar los designios de la globalidad. Más claro: la cultura es una moneda devaluada por los políticos que sólo resiste por el anárquico impulso de los creadores. Ello no implica que caigamos en otro error frecuente en estos tiempos: Gilberto Gil es un músico excelente pero fue un pésimo ministro de Cultura brasileño...
Perdonen ustedes la tristeza cuando, desde lejos, escucho a un conselleiro que ha estado muchos años en Nueva York hablar de ensimismamiento y de inferioridad cuando se habla de algo tan sensible, neurálgico y vulnerable como es el sentimiento cultural. Aunque no soy Premio Nacional apoyo la carta de esos autores en la que se pide una dimisión con un sentido del humor que es propio de nuestra inteligencia. Me he adherido a docenas de manifiestos en estos años y casi nunca he estado de acuerdo del todo con el texto que firmaba: la intención era buena pero la melancolía se agudizaba. Esta vez lo suscribo desde la pregunta "¿hay que dejar de ser gallegos para no estar limitados?". Duro envite a la razón de cualquier persona que se haya palpado los órganos vitales desde cualquier punto cardinal y no le haya visto más lógica a la cuestión que acabar transigiendo en que ser gallego es sumar en vez de dividir. A partir de ahí uno puede empezar a psicoanalizar sus tendencias homicidas, pirómanas, eróticas y, por supuesto, identitarias. Lo demás es complejo.
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